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Si el aire del mundo está limpio para que los humanos respiren pero no hay en él pájaros ni mariposas, si las aguas del mundo son puras para que los humanos beban pero no contienen peces, crustáceos ni diatomeas, ¿habremos resuelto nuestros problemas medioambientales? Bueno, supongo que sí, al menos tal y como se concibe generalmente el medioambientalismo. Esa formulación torpe, equivocada y presuntuosa, “el medioambiente”, implica percibir el aire, el agua, el suelo, los bosques, los ríos, los pantanos, los desiertos y los océanos como un mero entorno sobre el que hay algo importante: la vida humana, la historia humana. Pero, de hecho, de lo que se trata no es de un medioambiente; es de un mundo vivo.

David Quammen

 

A partir de la publicación del libro Population Bomb (1968) de Paul Ehrlich y el del Club de Roma Limits to Growth (Meadows et al. 1972), muchos analistas del medioambiente han dicho que la asunción de un crecimiento infinito en un planeta finito es irracional y peligrosa. Han sostenido que ni la población humana ni la productividad económica mundial pueden seguir creciendo sin que ello suponga escasez –de fuentes de energía, materiales, agua y suelo. Y las restricciones no sólo son impuestas por unos recursos finitos, sino también por la capacidad limitada del planeta para absorber la producción de residuos de una enorme y creciente población. Los defensores de los límites al crecimiento no pueden predecir con exactitud cuándo, o cómo, la civilización industrial –y con ella toda la humanidad- será acorralada por su obstinado compromiso con el crecimiento infinito, pero los modelos ecológicos dejan claro que, una vez traspasados los límites, la superación de la capacidad de carga y el colapso son casi inevitables (Meadows et al. 1992).

Desde que existen argumentos que defienden los límites al crecimiento, han existido detractores de los mismos, conocidos por el despreocupado nombre de “cornucopianos”. El más famoso de entre ellos es el difunto economista Julian Simon. Para los cornucopianos, no existen límites finitos para los recursos o para la capacidad de absorción de la Tierra. Dicen que si los “límites finitos” fueran una verdadera categoría, entonces deberían ser mensurables. En cambio, según su argumentación, la cantidad de cualquier recurso dado no es absoluta: no podemos estar seguros que no existen tesoros ocultos de un recurso esperando a ser descubiertos –un descubrimiento que podría modificar su perfil cuantitativo; la cantidad de un recurso depende de las tecnologías que lo extraen y lo procesan -tecnologías más eficientes cambian la “cantidad” de un recurso; reciclarlo puede prolongar su vida, o hacerlo durar indefinidamente; nuestro interés por un recurso dado depende de los usos y los servicios que proporciona, de modo que si puede ser sustituido por otro recurso o por un sustituto sintético, entonces, la cuestión de su agotamiento es irrelevante; y finalmente, en el espacio sideral es donde “está el límite”, allí se presentan futuras posibilidades como la agricultura hidropónica en naves espaciales y la minería extraterrestre (véase Simon 1999; Kahn et al. 1976). Los cornucopianos –también conocidos, comprensiblemente, como “optimistas tecnológicos”- concluyen que la idea de unos límites finitos es una quimera. En lo relativo a los recursos, la clave no está en un conjunto de materiales naturales o variables limitantes, sino en el ingenio humano al que consideran el “recurso definitivo” (Simon 1996).

 

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