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El siguiente texto, en la línea de pensamiento que es típica del autor, analiza diversos ejemplos históricos de cómo, en distintos sistemas sociales, el aumento de tamaño y complejidad sociales implica inevitablemente un aumento de los “costes” del mantenimiento, es decir, un aumento en la demanda de recursos de todo tipo -tiempo, esfuerzo, dinero, materiales, energía, etc.- que esos sistemas sociales necesitan para poder mantenerse (es decir, sostenerse) o incluso crecer en el tiempo. Dichos sistemas sociales deben ir superando los límites materiales que este proceso de disminución de los rendimientos marginales implica, lo cual normalmente causa nuevos problemas y límites materiales a su vez. Ya sólo por esto el texto merece la pena ser leído y tenido en cuenta.

Sin embargo, como de costumbre, hay que señalar ciertas flaquezas del artículo:

·    El autor parece sufrir cierta influencia de lo que podríamos denominar “postmodernismo medioambiental” o “relativismo ecológico”. Así, afirma que “La degradación ecológica es una construcción social. No tiene referencias absolutas basadas en los procesos biofísicos”. O sea, que el hecho de que una sociedad destruya o altere un ecosistema natural o interfiera en sus procesos no artificiales, no sólo no es algo inherentemente malo o indeseable (“degradación”), sino que ni siquiera es algo objetivamente comprobable, medible o cuantificable (“referencia biofísica absoluta”). Según el autor y aquellos a quienes éste toma como referencia, todo depende de cómo lo vea la sociedad en cuestión.[1] Por la misma regla de tres se puede considerar una construcción social cualquier otra faceta de la realidad, o la realidad en su conjunto, incluidas la propia idea de que algo es una construcción social y la mera existencia de quienes promueven dicha idea, por supuesto. Aquellos que a estas alturas de la historia aún no se hayan percatado de adónde nos lleva esta forma de “razonar” (o mejor dicho de mordernos nuestro propio rabo y escarbar en nuestro propio ombligo), no tienen remedio.

·    El autor afirma que “Se podría invocar un sinnúmero de medidas para demostrar que, al menos en las últimas décadas en el mundo industrial, el bienestar humano se ha beneficiado de esta tendencia [al crecimiento de la complejidad social]. Quizá la más inequívoca de esas medidas sea el aumento de la salud y la esperanza de vida medias de los dos últimos siglos. En conjunto, estamos mejor por haber aumentado la complejidad”. Sin embargo, esto último (es decir, que estemos mejor) es algo más que discutible. Cuestionar en detalle y de forma matizada esta afirmación del autor iría más allá de los límites de esta presentación. Baste aquí con señalar los dos hechos siguientes:

§    Lo que ha aumentado son la sanidad y el saneamiento, y la dependencia de ellos, no tanto la salud en sí, especialmente si ésta se compara con la que debieron haber tenido las primeras poblaciones de nuestra especie (Paleolítico).

§    El concepto de “mejor” (o sea, de “bien”) del autor se basa en una serie de asunciones implícitas de ciertos valores que para nada resultan tan autoevidentes como quienes los asumen parecen creer. Así, considerar que estamos mejor porque nuestra esperanza de vida es mayor, es dar por sentado (sin justificación) que vivir más o meramente vivir, es siempre algo bueno, sin tener en cuenta o, como mucho, considerando secundario en qué condiciones y para qué se vive (tanto). Eso sin entrar a valorar las implicaciones ecológicas (impacto en los ecosistemas), biológicas (debilitamiento de la selección natural individual y degeneración genética) y de otros tipos (dependencia de la tecnología moderna, superpoblación, etc.) que ese aumento generalizado de la esperanza de vida en los seres humanos conlleva.

·    Tainter también afirma que “la caza y la recolección, […] no requerían mucho trabajo” y que “[n]uestras sociedades han pasado de las relaciones igualitarias, la reciprocidad económica, el liderazgo ad hoc y los roles generalizados a la diferenciación social y económica, la especialización, la desigualdad y el liderazgo a tiempo completo”. Y para justificar estas afirmaciones hace referencia a las obras de Richard Lee, Leopold Pospíšil, Robert Carneiro o Marshal Shalins. Dejaremos a un lado las sospechas de falta de objetividad y de proyección de valores modernos sobre las sociedades primitivas que siempre deberían despertar los estudios antropológicos en general y, en especial, la obra de al menos algunos de estos autores. Aún así, en lo referente a las horas de trabajo en las sociedades primitivas, habría que evaluar en detalle la metodología usada por estos autores en sus estudios, comenzando por la definición de “horas de trabajo” que usaron. Por ejemplo, el trabajo que implica cazar, recolectar o pescar no se reduce sólo a las horas dedicadas directamente a cazar, recolectar o pescar, sino que también incluye las horas dedicadas a fabricar o reparar y poner a punto las armas y herramientas necesarias para realizar estas actividades, así como, posteriormente, preparar las capturas o recolectas para poder comerlas o usarlas de otras formas –vestido, materiales para fabricar útiles, etc.-). Cuando todo esto se tiene en cuenta, la caza-recolección primitiva deja de parecer algo tan fácil y rápido de llevar a cabo, a pesar de que ciertamente en muchos casos seguramente implique menos horas de trabajo que la agricultura preindustrial (y menos inversión de energía que la agricultura industrial).

Y lo mismo sirve en lo que respecta a los supuestos igualitarismo, reciprocidad económica y “liderazgo ad hoc” de los cazadores-recolectores primitivos. Del mismo modo que el hecho de que las sociedades cazadoras-recolectoras (e incluso agrícolas) primitivas tuviesen que invertir menos tiempo y esfuerzo en obtener su alimento (u otros recursos necesarios) que las demás sociedades humanas más grandes y complejas no implica necesariamente que apenas tuviesen que esforzarse, el hecho de que  las sociedades posteriores, basadas en la agricultura y con mayor complejidad y tamaño sociales, fuesen menos igualitarias y recíprocas o más estrictamente jerárquicas que las sociedades cazadoras-recolectoras primitivas no implica que estas sociedades cazadoras-recolectoras fuesen totalmente igualitarias y recíprocas o que no fuesen jerárquicas en absoluto. Y, aunque ver la diferencia entre una cosa y la otra debería ser mera cuestión de capacidad lógica, resulta que además, afirmaciones o sugerencias falaces como las del autor (o sus referentes antropológicos) tampoco resisten un repaso mínimamente cuidadoso y detallado de fuentes etnográficas y de otro tipo. Dato mata relato…

· Por último, es típico de Tainter evitar extraer explícitamente la conclusión última de su teoría: que el proceso de los rendimientos decrecientes es en última instancia incompatible con la sostenibilidad del desarrollo de la sociedad tecnoindustrial y que la mejor manera de evitarlo sería abandonar y revertir en la medida de lo posible dicho desarrollo. El autor siempre deja la puerta abierta a la esperanza de seguir adelante con el desarrollo de la sociedad, mediante el descubrimiento o puesta en uso de nuevas fuentes de recursos o energía, el aumento de la eficiencia y el ahorro, la introducción de nuevas tecnologías y técnicas, etc. dando a entender que esto sería algo aceptable e incluso bueno (“solución de problemas” lo llama él). Sin embargo, según su propia teoría, esto sólo implicaría seguir huyendo hacia adelante y causar aún más problemas en el futuro.


Nota: 

[1] Tanto es así que la sociedad puede incluso ver como “degradación” (o sea malo) aquello que es en realidad un proceso natural (como en el ejemplo de la recuperación de la serie de vegetación natural en el Épiro que cita el autor). Y ya se sabe, para los relativistas ecológicos lo que diga o crea la sociedad va a misa.