El valor de una alimaña

Por Donald Worster

Nota: aquí meramente aparece nuestra presentación del texto. El texto completo puede leerse en formato pdf haciendo clic en el título del artículo. 

PRESENTACIÓN DE “EL VALOR DE UNA ALIMAÑA

Quizá algunos lectores podrán pensar que el siguiente texto carece de interés pues está centrado en un tema muy concreto: la evolución del control de depredadores a lo largo del siglo XX en los Estados Unidos. Y puede que, en cierta medida, tengan razón. Pero, de todos modos, si uno es lo suficientemente perspicaz puede extraer de él conclusiones, implicaciones e ideas interesantes que son aplicables también, salvando las distancias, a otros países y otros periodos, y que van mucho más allá del tema concreto del control de depredadores. Éste es el motivo de publicarlo.

Al igual que en otros muchos temas relativos a la preservación de lo salvaje, los Estados Unidos fueron pioneros en plantear seriamente y de forma más o menos oficial un enfoque ecológico de la relación de los seres humanos con los depredadores salvajes frente al enfoque clásico basado en una moral antropocéntrica y religiosa que demonizaba a los depredadores. Este enfoque ecológico de la depredación, fue después extendiéndose a muchas otras partes del mundo, pero comenzó allí. Y es justo saberlo y reconocerlo.

Sin embargo, el artículo también nos muestra a la vez y de refilón las miserias del pensamiento progresista (el llamado “movimiento progresista” estadounidense de principios del siglo XX, fue sólo un ejemplo concreto de aplicación del ideal progresista general, es decir, de las ideas basadas en la creencia en el progreso): su arrogancia humanista, su maligno deseo de defender y aumentar el “bien común” (o de la nación), su objetivo centrado en alcanzar el control absoluto, su miopía ecológica, etc. Y no sólo las miserias del pensamiento progresista oficial (el de Pinchot y sus secuaces), sino también las del de sus rivales, parte de los cuales no fueron siquiera capaces de enfrentarse real y tajantemente a los valores básicos del progresismo y librarse completamente de ellos. Así siguieron defendiendo la propia idea del progreso, la idea de que la civilización es algo bueno, la idea de los derechos (naturales) y la idea de que la civilización industrial es compatible con la defensa y la preservación de la Naturaleza y de que ambas pueden y deben ser reformadas o mejoradas; o la equivocada y tontorrona idea de tratar de extender cierta ética “comunitaria” intrahumana a la relación con otras especies o a las relaciones con la Naturaleza en general (la ética ecocéntrica es y debe ser algo muy diferente del extensionismo moral de los derechos o la comunidad humanos defendido por Aldo Leopold).

En este sentido, cuando el dedo señala la Luna, el autor, Donald Worster, se queda mirando al dedo. Las limitaciones que ve en la forma de pensar de Leopold, son meramente secundarias, en el mejor de los casos. Por ejemplo, si bien la crítica de Leopold a la tecnociencia de laboratorio iba bien encaminada, el hecho de que Leopold, a pesar de todo, siguiese siendo científico y mecanicista ni siquiera es un defecto. El problema de la ética de Leopold no es consecuencia precisamente de su mentalidad científica y racional, sino de un humanismo y de un progresismo de los que nunca logró desembarazarse completamente. Quizá porque murió prematuramente -¿quién sabe qué habría llegado a pensar de haber seguido viviendo unos cuantos años más?

Por último, como es costumbre entre autores conservacionistas, como Worster, sus escritos están excesivamente impregnados de idealismo. En concreto de la idea de que lo que principalmente hace falta para lograr la preservación de lo salvaje es difundir una nueva ética que regule el comportamiento humano y lo haga compatible y respetuoso con la Naturaleza. Algo tan loable como inútil a la hora de obtener resultados prácticos en esa dirección. Por mucha ética ecocéntrica que se predique y se asuma, si las condiciones materiales siguen siendo las mismas (expansión de la infraestructura industrial y de los entornos artificiales, crecimiento de la población, desarrollo tecnológico, necesidad de ingentes cantidades de materia, energía y espacio, etc.), nada cambiará en realidad, porque son dichas condiciones físicas las que determinan qué hacemos con la Naturaleza. Miles de millones de seres humanos con un modo de vida tecnoindustrial seguirían destruyendo y subyugando la Naturaleza de todos modos, por muy ecocéntricas que pudiesen llegar a ser sus ideas y sus intenciones (que ni siquiera es el caso). Lo que hace más falta en realidad es acabar físicamente con dichas condiciones materiales, es decir, con la civilización industrial. La ética y las ideas ecocéntricas pueden y deben ser la inspiración y el motivo para combatir la sociedad tecnoindustrial, pero por sí solas no pueden ni van a cambiar nada.