Nota: aquí meramente aparece nuestra presentación del texto. El texto completo puede leerse en formato pdf haciendo clic en el título del artículo. 

El siguiente texto, al igual que varios otros de los publicados en esta página web (como por ejemplo: “Contra la construcción social de la naturaleza salvaje” de Eileen Crist o “La auténtica idea de la Naturaleza salvaje” de Dave Foreman), es una refutación más de ciertos argumentos humanistas en contra del concepto de Naturaleza salvaje.

El autor, siguiendo la línea de la mayoría de los conservacionistas, comete los mismos errores típicos: idealismo y desconocimiento del funcionamiento de los factores que realmente influyen en el desarrollo de los sistemas sociales humanos (plantea como meta última el establecimiento de una sociedad “medioambientalmente armoniosa”, sin tener en cuenta que, sencillamente, es imposible planificar y dirigir el desarrollo futuro de una sociedad); centrarse en la protección legal de la Naturaleza (a pesar de ser evidente que, a largo plazo, la protección legal no va a ser suficiente para salvar lo que queda de Naturaleza salvaje); y obviar que existe una opción diferente de la protección legal a corto plazo y la defensa idealista de utopías ecológicamente “armoniosas” a largo plazo: la eliminación de la sociedad tecnoindustrial.

A todo esto habría que añadir el irrealismo idealista que conlleva la propuesta de que los pueblos primitivos actuales sigan viviendo de forma totalmente primitiva en los espacios naturales protegidos. Es completamente cierto que por muy “aborígenes”, “nativos” o “indígenas” que fuesen sus antepasados y por mucho que traten de mantener vivas algunas de sus tradiciones culturales, la inmensa mayoría de los descendientes que viven hoy en día en las zonas ocupadas tradicionalmente por sus pueblos llevan un modo de vida moderno e industrial que no se diferencia en nada esencial del que lleva el resto de la población humana que ocupa otras zonas más desarrolladas del planeta. Y por tanto, su impacto ecológico es similar al de cualesquiera otros seres humanos de la actualidad. Por muy lógica y deseable que pueda parecer la propuesta de restringir la residencia de seres humanos en las zonas protegidas a la gente con un modo de vida tradicional, sin tecnología moderna y con bajas densidades de población, no va a funcionar. Y, en gran parte, no va a funcionar porque los propios nativos que ya hayan tenido contacto con la sociedad moderna (que son ya la inmensa mayoría en la actualidad) no van a querer vivir en condiciones primitivas o tradicionales. Díganle ustedes, por ejemplo, a un esquimal que para seguir viviendo en la zona protegida que tradicionalmente ocupaba su tribu tendrá que renunciar a los rifles, las motos de nieve o los motores fueraborda (por no hablar de las casas con electricidad y calefacción, la TV, la asistencia médica, la comida envasada o los subsidios estatales). Sencillamente, ¡les mandará a la mierda! Por tanto, en realidad, si se desea proteger legalmente una zona, sólo hay dos opciones realistas: echar a esa gente de esa zona protegida (con todos los problemas sociales y éticos que ello conlleva) o dejar que se quede (con todo el impacto y los problemas ecológicos que esto conlleva).

No obstante, estos defectos teóricos del autor no afectan a la validez de sus refutaciones de los argumentos filosóficos en contra del concepto de la Naturaleza salvaje, y ésta es la razón por la que consideramos este texto digno de ser publicado.