Respetar la autonomía de la naturaleza en relación con la humanidad
Por Ned Hettinger
De la lectura de este artículo se puede extraer al menos esta regla: por desgracia, cuando los “filósofos” se meten a tratar de aclarar temas importantes, serios y complicados el resultado demasiado a menudo es que acaban complicándolos aún más y volviéndolos aún menos inteligibles y claros (todo ello innecesariamente, por supuesto).
En realidad, el artículo trata acerca de temas e ideas importantes sobre los que merece la pena reflexionar: la posibilidad de coexistencia entre las sociedades humanas y la Naturaleza (salvaje y no salvaje) y cuáles serían sus límites y criterios, la noción de la autonomía de la Naturaleza, la propia noción de Naturaleza, etc. Ésta es la razón por la que lo publicamos. Sin embargo (sí, como de costumbre, hay un largo “sin embargo”…), hay muchos aspectos de la postura defendida por el autor que son más que cuestionables. Comentaremos a continuación los más importantes.
El autor de este texto, Ned Hettinger, pretende ofrecer un concepto (supuestamente innovador) como solución al viejo dilema de cómo compatibilizar la existencia, actividad y prosperidad humanas con la preservación de la Naturaleza. Dicho concepto sería lo que él llama “respeto por la autonomía de la naturaleza en relación con la humanidad”. Según él, el respeto hacia esta peculiar noción de la autonomía de la Naturaleza es la clave para solventar ese dilema y permitir la coexistencia e incluso la interacción “positiva” de las sociedades humanas con la Naturaleza.
El autor parece empeñado en buscar la forma de que los seres humanos jueguen un papel “positivo” o “constructivo” en la Naturaleza. Y la primera pregunta que nos viene a la mente es: “¿por qué?”. ¿Por qué los seres humanos han de jugar un papel “positivo” en la Naturaleza? Es más, ¿qué significa aquí “positivo”? Y, ¿es realmente posible que los seres humanos (especialmente los habitantes de la sociedad tecnoindustrial) jueguen dicho papel?
Para empezar, hay que señalar que el autor, como muchos otros habitantes de la sociedad tecnoindustrial actual tiene asumida la idea de que las cosas, las personas y las relaciones han de ser siempre “positivas”/“constructivas” y que lo “positivo”/“constructivo” es siempre mejor que lo “negativo”/“destructivo”. Pero, el hecho es que muchas veces no lo son, ni pueden serlo (se entienda como se entienda lo de “positivo” o “constructivo”). Es más, a veces, ni lo “positivo”/“constructivo” es tan bueno, ni lo “negativo”/“destructivo” es tan malo como se pretende. En este caso, lo de jugar un papel “positivo” o “constructivo” en la Naturaleza suena demasiado a tratar de mejorar o corregir la Naturaleza. Y ya sabemos cómo acaba esto demasiado a menudo. El autor se empeña en que los seres humanos han de tener un papel “positivo” en la Naturaleza, cuando en realidad, bastaría con que dejasen realmente de tener un papel “negativo” o lo redujesen al máximo (y por supuesto, esto último, de ser posible, no se va a conseguir mediante el “respeto” hacia una ética sino con hechos).
La impresión que nos queda tras la lectura del texto es que el autor parte de la asunción de que es posible que la humanidad exista y prospere de algún modo en la Naturaleza, usándola sin dañarla o incluso jugando un papel beneficioso para ésta, no tanto porque existan evidencias de que esto realmente es posible, sino más bien “por imperativo ideológico”, es decir, para hacer que la realidad encaje con sus ideas, valores y objetivos humanistas y progresistas preestablecidos. Pero, ¿y si todo eso de la interacción “positiva” con la Naturaleza en realidad no fuera posible? De hecho, no hay ninguna evidencia de que sea posible, no ya que la humanidad mejore la Naturaleza, sino que meramente no la dañe o someta en absoluto. Incluso las sociedades y modos de vida más sencillos y poco desarrollados tecnológicamente (cazadores-recolectores nómadas) producen ciertos impactos en el medio natural, de algún modo y en cierta medida y tanto de forma inmediata como a la larga. De modo que una postura más adecuada y realista sería asumir este hecho y, por tanto, aspirar meramente a reducir el daño a la Naturaleza todo lo posible, minimizando esa interacción negativa mediante la reducción de las condiciones materiales que la permiten y agravan (elevada demografía y alto nivel de desarrollo social y tecnológico, fundamentalmente), en lugar de tratar de entablar y propiciar una inverosímil e indefinida relación “positiva” con ella.
Si bien la postura preservacionista que defiende separar por ley ciertas zonas y restringir en ellas la presencia y actividad humanas (lo que el autor denomina “apartheid”; sospechamos que no sin cierto retintín) es ineficaz a la larga y a gran escala y sólo parcialmente eficaz a corto plazo y a nivel local (ya que no es posible impedir que la sociedad tecnoindustrial acabe destruyendo o alterando de un modo u otro los ecosistemas legalmente protegidos; por no hablar del resto de la superficie terrestre), la propuesta suplementaria del autor no la hace precisamente más viable. La perspectiva del autor es claramente idealista y voluntarista, es decir, el autor cree que el daño causado a la Naturaleza es debido básicamente a que la humanidad tiene unas ideas y valores equivocados y/o a que no se “respetan” los valores adecuados. Y por tanto, cree (o prefiere creer) que si se hace un esfuerzo por adoptar y “respetar” las ideas y valores adecuados, la humanidad podrá no ya preservar la Naturaleza, sino incluso usarla sin dañarla (o incluso beneficiándola). Sin embargo, las causas principales del impacto que la humanidad provoca en el mundo natural no son ideológicas ni dicho impacto depende principalmente de la voluntad de “respetar” o no “respetar” unos valores. Las causas fundamentales son materiales. Todas las sociedades tienen unas necesidades materiales mínimas que irremediablemente implican causar un impacto en la Naturaleza. Y estas necesidades y este impacto aumentan en proporción directa al grado de desarrollo material (demográfico y tecnológico, básicamente). Una población de miles de millones de personas, con un modo de vida urbano y tecnológicamente avanzado necesita usar mucha más materia, energía y espacio para meramente existir y, por tanto, causará mucho mayor impacto en la Naturaleza que una población mucho menor y tecnológicamente poco avanzada, independientemente de cuáles sean sus ideas y valores y de si desea causar impacto o no. O dicho de otro modo, lo que determina fundamentalmente el grado de impacto humano en la Naturaleza son las necesidades materiales de cada tipo de sociedad, no su actitud hacia el mundo natural. Y da igual cuáles sean la ideología, los valores o la actitud (“respeto”) de dichas sociedades humanas, que no van a influir sustancialmente y de forma duradera en su relación material con el mundo natural ni en los efectos de la misma. Esto sólo en lo que respecta a meramente existir y mantenerse, no digamos ya en lo referente a “prosperar” (concepto que, de un modo u otro, implica siempre crecer, desarrollarse, expandirse, etc.). “Prosperar” implica a la larga siempre aumentar inevitablemente el impacto ecológico.
De nuevo, el idealismo humanista hace que un autor ecologista pase por alto aspectos obvios de nuestra relación con la Naturaleza, como son las restricciones y necesidades materiales, y se centre en aspectos relativamente intrascendentes como la voluntad de “respetar” una ética o unos valores. En el fondo todo se reduce a ser capaz o no de aceptar y afrontar la realidad, los hechos, a la hora de desarrollar teorías y tratar de aplicarlas.
Otro problema de este texto (y de este autor) es que juega con la noción de “Naturaleza”, de forma vaga y con diferentes significados según le conviene. Así, si convencionalmente la Naturaleza es entendida como aquello que no es artificial, es decir, lo que no es obra del ser humano, aquello que no ha sido creado o modificado por el hombre, entonces, no se entiende a qué se refiere el autor cuando usa expresiones como “naturaleza rural” o “naturaleza modificada por los seres humanos”. O bien estas expresiones serían meros oxímorones sin sentido, o bien en ellas el autor con lo de “naturaleza” se está refiriendo a algo muy diferente de lo que normalmente se entiende por tal (es decir, lo no artificial). Quizá el autor se quisiese referir a que la parte de esos entes que sigue siendo no artificial sigue siendo, por tanto, Naturaleza y debe ser respetada, pero el caso es que él no lo plantea así (es decir, no se limita a pedir respeto por la parte natural de esos entes parcialmente artificializados y domesticados; o a plantear una idea gradual de la “Naturaleza”, como un gradiente formado por sucesivos niveles de artificialidad), sino que simplemente no diferencia entre la parte artificial y la no artificial, llamando inapropiadamente “naturaleza” al conjunto de ambas y exigiendo, por tanto, respeto para ambas. Así, por ejemplo, para él un campo cultivado sería “naturaleza (rural)” en su conjunto, sin tener en cuenta los diferentes grados de artificialidad de los distintos elementos que lo constituyen. Las hierbas, animales y microorganismos silvestres que crecen en él espontáneamente no son comparables, en cuanto a su grado de carácter natural, con las plantas cultivadas artificialmente seleccionadas y sembradas; ni el abono sintético añadido al suelo con los nutrientes minerales propios de ese tipo de terreno; etc. Obviamente, en este caso (o en todos los casos a los que el autor se refiere con lo de “naturaleza rural” y expresiones semejantes en el texto), hay algunos elementos que son menos artificiales que otros, y lo suyo es tener esto en cuenta a la hora de valorar el conjunto, que por tanto podrá ser más o menos natural según la cantidad de elementos de un tipo u otro que contenga. Sin embargo, el autor en principio no lo hace, probablemente porque no lo considera conveniente para sus objetivos, que vienen a ser básicamente enturbiar el concepto de Naturaleza, con el fin de poder nadar (hacerse un nombre entre los preservacionistas e influir en ellos) y a la vez guardar la ropa (evitar entrar en conflicto con los valores y fines medioambientalistas, progresistas y humanistas típicos). Así, Hettinger prefiere decir que: “no es convincente declarar que un lago que previamente carecía peces ya no es naturaleza si los seres humanos introducen peces en él, y tampoco es creíble decir que los bosques replantados, los caballos o el ganado vacuno no son naturales, que son artefactos creados por el ser humano, tan artificiales como las sillas de plástico”. Pero el caso es que es igualmente poco convincente sugerir que todas esas entidades más o menos artificializadas son tan naturales como los ecosistemas lacustres no modificados ni influidos por el ser humano, los bosques primarios autóctonos o los herbívoros salvajes no domesticados. De este modo, el autor cae en exageraciones y falsedades muy similares a las de aquellos a quienes pretende estar refutando.
Otro ejemplo muy claro de esto último es el galimatías que el autor urde alrededor del concepto de autonomía de la Naturaleza. De nuevo, el autor utiliza una noción vaga y artificiosa, en este caso de “autonomía”, para primero sembrar confusión y después vendernos su remedio: la idea de “autonomía de la naturaleza respecto de los seres humanos”.
Vayamos por partes:
La noción de autonomía que sugiere el autor es más que cuestionable. El autor en principio define la autonomía de la naturaleza meramente “en negativo” y en relación con humanidad, es decir, sólo como la ausencia de control y dominación por parte de los seres humanos. Obviamente, esto hace depender dicha noción de autonomía de la existencia o ausencia de “control” o “dominación”, conceptos éstos que han de ser definidos a su vez (y que el autor, de hecho, redefine a su manera) y que además, en el fondo, hacen depender de nuestra especie la autonomía de la Naturaleza (antropocentrismo, al fin y al cabo). Para el autor, existe dominación sólo cuando la influencia humana es el factor predominante a la hora de determinar una entidad o proceso natural. Porque, según él, “Todas las entidades y procesos naturales tienen direcciones o trayectorias, como mínimo en el sentido de que tienen comienzos, finales y patrones de cambio” y la dominación consiste sólo en influir de forma predominante en dichos procesos. Con lo que, Hettinger acaba sugiriendo una definición “en positivo” de la noción de autonomía, muy similar en realidad a la sencilla noción convencional: la posibilidad de que un sistema desarrolle comportamientos o dinámicas propios.[a] Sin embargo, ¿desarrollan realmente dinámicas propias todos los seres? Para el autor, paradójicamente, incluso seres naturales completamente inanimados y estáticos, como por ejemplo un arco de roca, las tendrían. Sin embargo, un arco de roca puede formar parte de los sistemas naturales o verse influido por las dinámicas de éstos, pero él por sí mismo pocas dinámicas puede desarrollar (en este caso, el autor confunde los sistemas y procesos climatológicos y geológicos que actúan sobre el arco de roca con el propio arco, asignando a éste dinámicas que en realidad son propias de aquellos). Si se interfiere en los procesos erosivos o se contrarrestan éstos, lo que se dominaría o lo que perdería su autonomía serían en todo caso dichos procesos, no el arco de roca que los sufre. El autor pasa por alto estos “pequeños” detalles.
Otro aspecto poco convincente de la noción de “autonomía en relación con la humanidad” defendida por el autor a partir de las ideas de Jack Turner es la idea de que la autonomía de los seres o entidades se ve reforzada por la influencia o la interacción mutua entre ellos. Una cosa es que la autonomía no implique necesariamente independencia o aislamiento absolutos, y otra muy distinta es que la interacción o influencia siempre refuerce la autonomía. De una cosa no se puede extraer lógicamente la otra. Es una falacia. Así, siguiendo la “lógica” del autor, y de nuevo paradójicamente, los perros, que obviamente interactúan constantemente con los seres humanos, serían mucho más “autónomos” que los lobos salvajes, que normalmente evitan al máximo interactuar con nuestra especie.
Es más, al menos en el caso de Hettinger, todo esto huele demasiado a “neolengua” y manipulación artificiosa del lenguaje: a tratar de redefinir, retorcer y tergiversar los significados de los términos para que acaben significando incluso lo contrario de lo que tradicional y convencionalmente siempre han significado, confundir al personal y “llevárselo al huerto” ideológico del autor. Si alguien, como hace el autor en este caso, dice que esta noción de “autonomía” directamente proporcional a la cantidad de interacción tiene sentido, o bien debería hacérselo mirar o bien está tratando de revolver las aguas –oscurecer los significados de los conceptos- para obtener algún tipo de ganancia ideológica (en este caso: disfrazar de “respeto a la autonomía” lo que realmente es dominación humana de la Naturaleza para colarnos por la puerta de atrás la idea de que es posible compatibilizar con la autonomía de la Naturaleza no ya la existencia, sino incluso el desarrollo -“prosperidad”- de cualquier sociedad o actividad humana).
Otro aspecto poco afortunado de los razonamientos del autor acerca de la “autonomía” es su utilización de ejemplos de interacciones entre seres humanos para tratar de ilustrar sus ideas acerca de la autonomía de la Naturaleza. Las relaciones intraespecíficas humanas son por lo general algo completamente distinto y ajeno a las relaciones de los seres humanos con la Naturaleza no humana, y la ética que pretenda evaluar éstas últimas deberá ser también muy distinta de la ética que evalúa y regula las relaciones entre seres humanos. No basta con equiparar ambos tipos de relación y extender el círculo de aplicación de la ética entre seres humanos a las relaciones de éstos con la Naturaleza. Las condiciones, los entes valorados y los valores que deben usarse en ambos casos ni son los mismos ni son equiparables. Dicho en castellano simple y claro, comparar, por ejemplo, la relación dentro de un matrimonio con la relación entre los seres humanos y la Naturaleza es como comparar el trigo con los cojones.
De hecho, una prueba de que la peculiar forma de abordar el tema de la autonomía de la Naturaleza y la relación de los seres humanos con ella que adopta el autor deja mucho que desear es la nota 9 del propio texto, en la que el propio autor reconoce, más o menos a regañadientes, que su teoría hace aguas. Aunque parece ser que acaba optando por seguir profundizando en el disparate, en lugar de abandonarlo.
En general, el autor considera que la autonomía de la Naturaleza sólo puede verse reducida mediante la “dominación” o el “control”. Sin embargo, esta es una forma muy simplona de entender la noción de autonomía de la Naturaleza y las amenazas a la misma. Un ente natural puede perder o ver seriamente reducida su autonomía sin necesidad de que nadie lo domine o controle. Basta con que sus dinámicas internas se vean afectadas o impedidas de cualquier modo (a menudo involuntario e indirecto) para que su autonomía resulte reducida. Por ejemplo, cuando la contaminación de un ecosistema elimina parte de los organismos que lo constituyen, la estructura y las dinámicas de ese ecosistema (y de sus elementos supervivientes) se ven seriamente alteradas, y con ello su autonomía, aunque nadie esté tratando de controlar o dominar dicho ecosistema cuando lo contamina. Y de hecho, los resultados de alterar las dinámicas propias de los sistemas naturales a menudo son precisamente impredecibles, y por tanto incontrolables. Es por ello que los términos “dominación” o “control” no siempre son adecuados para denominar ciertos atentados contra la autonomía de la Naturaleza. A no ser que, como hace el autor, se fuerce artificiosamente su significado convencional (es decir, influir consciente y voluntariamente en las dinámicas de un sistema para conseguir que éste desarrolle o inhiba ciertos comportamientos) hasta que abarque cualquier forma de determinar de forma predominante la trayectoria de un sistema natural.
Otro grave fallo sería que, en la defensa del autor de que los seres humanos han de tener un papel “positivo” en la Naturaleza, se halla implícita una seria contradicción. Esta paradoja radica en el dilema de que o bien los seres humanos y sus obras son parte de la Naturaleza o bien no lo son. Si se considera que lo son, entonces, la completa separación conceptual entre Naturaleza y humanidad (o entre artificial y natural –en el sentido de no artificial-) dejaría efectivamente de tener sentido. Pero si no lo son, entonces cabe preguntarse si es posible que los seres humanos alguna vez jueguen un papel “positivo” (o siquiera meramente no negativo) en la Naturaleza, ya que para ello deberían formar parte de ella. Sea como sea, el autor no parece tener una postura clara al respecto, ya que si bien por un lado habla de jugar “un papel positivo en la naturaleza”, por otro, para él, humanidad y Naturaleza son entidades separadas que interactúan de igual a igual, a un mismo nivel, no una como mera parte de la otra.
El autor dice que “[las] entidades [naturales parcialmente artificializadas] no son naturaleza salvaje, pero, a menos que el carácter salvaje sea el criterio usado para definir la naturaleza, las cosas pueden ser naturaleza y naturales sin ser naturaleza salvaje”. Esto en principio es cierto. Sin embargo, lo que define y determina el carácter natural de algo es su grado de artificialización (modificación por parte de los seres humanos) no su autonomía. La autonomía de un ente natural (no artificial), lo que determina es precisamente su carácter salvaje no su carácter natural. No obstante, Hettinger en sus textos, evita en gran medida hablar del “carácter salvaje” (“wildness”) o, como en este caso, incluso insinúa que es un criterio secundario, y prefiere referirse normalmente sólo al carácter natural (“naturalness”) de los entes naturales; a pesar de que considera fundamental su “autonomía” (o lo que sea que él llama con dicho nombre) y que, por tanto, en muchos casos (aquellos en que toma la “autonomía” como valor fundamental), cuando habla del “carácter natural” se está refiriendo en realidad más bien al carácter salvaje. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿por qué el autor, a pesar de aparentemente dar mucha importancia a la autonomía de la Naturaleza, evita todo lo posible hablar de su “carácter salvaje” y sustituye en gran medida esta expresión por la de “carácter natural”? O dicho de otro modo, ¿por qué el carácter salvaje no puede ni debe ser el criterio usado para valorar (que no “definir”) la Naturaleza? Y la respuesta es evidente: Hettinger en realidad pretende justificar y defender ciertas formas de domesticación de la Naturaleza por parte de los seres humanos, como por ejemplo la agricultura tradicional o la explotación forestal “ecológica”, cosa que la defensa clara y explícita del carácter salvaje de la Naturaleza como concepto y valor fundamental no le permitiría hacer fácilmente.
En cuanto a la frase: “Las tierras rurales y los animales y plantas domesticados –aunque estén mucho más influidos por los seres humanos- pueden ser tan autónomos como la naturaleza salvaje”[b], es otro ejemplo de la confusión (o del confusionismo) del autor en torno al concepto de autonomía y del carácter salvaje. O bien el autor confunde “salvaje” (es decir, “no artificial autónomo”) con “virgen” (“intacto”) o bien los conceptos de “autonomía” y de “carácter salvaje” del autor son cuando menos peculiares (y muy diferentes de las nociones convencionales).
En general, en este texto, como ya se ha dicho, el autor, manipula continuamente el lenguaje con fines ideológicos, por ejemplo, llamando del mismo modo (“carácter natural”, “naturaleza”, “autonomía”, etc.) a cosas diferentes (el carácter natural no es lo mismo que el carácter salvaje; la naturaleza en general no es lo mismo que la naturaleza salvaje en particular; la autonomía no es lo mismo que la ausencia de sólo ciertas formas de interferencia humana o que la presencia de ciertas formas supuestamente benignas y “respetuosas” de domesticación e influencia; etc.) para hacer creer que son una misma cosa.
También el autor en varias ocasiones se fija en aspectos secundarios en lugar de centrarse en lo principal, en los rasgos fundamentales. Como cuando relaciona la vulnerabilidad frente a la Naturaleza con el respeto a la autonomía de la misma. Esto, de nuevo, como mínimo supone irse por las ramas, embrollar innecesariamente las cosas y mirar al dedo en lugar de a la Luna. Dicha relación no es ni tan simple ni tan directa como el autor pretende. No es extraño pues que llegue a conclusiones absurdas y peligrosas, como que en ciertos casos de vulnerabilidad inevitable (rayos, inevitabilidad de la muerte, catástrofes naturales), los papeles se invierten y la Naturaleza “domina” a los seres humanos (nota 8). ¿Cuál es el corolario que el autor pretende que extraigamos de esto? ¿Que tenemos que domesticar la Naturaleza para que ésta no nos “domine”? ¿Que no podemos ser libres (autónomos) si no nos libramos de esa presunta dominación por parte de la Naturaleza? Aunque es muy posible que ni él mismo se percate de ello o lo reconozca, aquí se ve claramente cómo el autor en el fondo sigue fuertemente influido por los valores básicos progresistas y humanistas (consideración de la muerte como algo absolutamente malo; rechazo de los límites, condiciones y restricciones naturales como algo que, en lugar de permitirnos ser realmente libres –autónomos-, impide la “libertad” humana y nos “domina”; etc.) y, por tanto, a dónde nos lleva su teoría: a un mayor control e influencia humanos en la Naturaleza. Eso sí, con mucho “respeto” y muy “buenas intenciones”.
Para acabar, visto lo visto, resulta difícil no sospechar que, en gran medida, para el autor (y para muchos de los otros “ecofilósofos” que cita en el texto) es más importante hacer filigranas filosóficas, teorizar por el mero hecho de teorizar, entablar y mantener con sus pares discusiones bizantinas, etc. (y con ello probablemente engrosar su currículum profesional y académico), que tratar de tener alguna influencia real y práctica en las políticas preservacionistas y en el impacto real de la sociedades humanas en la Naturaleza.