El dilema de la conservación
Por David Ehrenfeld
Mirad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan: Y sin embargo os digo, que ni siquiera Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos.
Mateo 6:28-29
El hombre está acostumbrado a valorar las cosas en la medida que le son útiles y, dado que está dispuesto por el temperamento y por la situación a considerarse a sí mismo la creación suprema de la Naturaleza, ¿por qué no debería creer que él representa también el propósito final de ésta? ...
¿Por qué no debería conceder a su vanidad esta pequeña falacia? ... ¿Por qué no debería llamar mala hierba a una planta cuando desde su punto de vista ésta realmente no debería existir? Él preferirá mucho más atribuir la existencia de los cardos que entorpecen su labor en el campo a la maldición de un espíritu benevolente enfurecido, o al rencor de uno siniestro, que simplemente considerarlos como hijos de la Naturaleza universal, tan apreciados por ella como el trigo que él cuidadosamente cultiva y que tanto valora. De hecho, los individuos más moderados, a su propio juicio filosóficamente resignados, no pueden ir más allá de la idea de que todo debe al menos redundar en beneficio de la humanidad o, de hecho, de que puede aún ser descubierta alguna propiedad adicional de éste o aquel organismo natural que lo haga útil para el ser humano, tanto en forma de medicina como de otro modo.
Johann Wolfgang von Goethe, “An Attempt to Evolve a General Comparative Theory”
El culto a la razón y la versión moderna de la doctrina de las causas finales interactúan en los entornos humanistas para reforzarse mutuamente; uno de los resultados es que aquellas partes del mundo natural de las cuales no se conoce una utilidad para nosotros son consideradas sin valor, a menos que se les descubra alguna utilidad previamente insospechada. La Naturaleza, en palabras de Clarence Glacken, es vista como “un cuarto de herramientas gigante”; y esta es una metáfora acertada ya que implica que todo lo que no es una herramienta o una materia prima probablemente sean restos sin valor. Esta actitud, casi universal en nuestro tiempo, crea un terrible dilema para el conservacionista o para cualquiera que crea, al igual que Goethe, acerca de la Naturaleza que “cada una de sus creaciones tiene su propio ser, cada una representa un concepto particular y, sin embargo, juntas son una”. La dificultad radica en que el mundo humanista acepta la conservación de la Naturaleza sólo por partes y a un precio: debe haber alguna razón lógica y práctica para salvar todas y cada una de las partes del mundo natural que deseamos preservar. Y el dilema surge en las cada vez más frecuentes ocasiones en que encontramos una parte de la Naturaleza que está amenazada pero no encontramos un motivo racional para conservarla.
A menudo se identifica la conservación con la preservación de recursos naturales. Este era ciertamente el significado de la conservación llevada a cabo por Gifford Pinchot, fundador del sistema forestal nacional de los Estados Unidos, que fue el primero en popularizar la palabra “conservación”. Los recursos pueden ser definidos de forma muy estricta como reservas de bienes que tienen un valor monetario apreciable para la gente, bien sea directa o indirectamente. Desde los tiempos en que Pinchot usó el término “conservación” por primera vez, su significado se ha visto seriamente modificado de tanto usarlo. Un porcentaje continuamente creciente de “conservacionistas” han estado preocupados por la preservación de aspectos naturales -especies animales y vegetales, comunidades de especies y sistemas ecológicos enteros- que no son recursos convencionales, aunque puede que ellos no lo admitan.
Un ejemplo de tales no-recursos es una especie de anfibio en peligro de extinción, el sapo de Houston, Bufo houstonensis. Este pequeño y poco vistoso animal no tiene un valor, ni demostrado ni hipotético, como recurso para el hombre; otras especies de sapo lo reemplazarán cuando desaparezca y no es de esperar que su desaparición cause gran impresión en el entorno de la ciudad de Houston o de sus suburbios. Sin embargo, alguien pensó lo suficiente en el sapo de Houston como para otorgarle una página en las listas de animales y plantas en peligro de extinción de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, y su seguridad ha sido presentada como una de las razones para impedir una perforación petrolífera en un parque de Houston.
El sapo de Houston no ha llamado la atención de todos los conservacionistas, de otro modo podrían ya haber descubierto en él algún valor inherente hasta ahora insospechado; y este es precisamente el problema. Las especies y las comunidades que carecen de un valor económico o de un valor potencial demostrado como recursos naturales no son fácilmente protegidas en las sociedades que mantienen una relación fuertemente explotadora con la Naturaleza. Muchas comunidades naturales, probablemente la mayoría de las especies de flora y fauna, y ciertos tipos domesticados de plantas de cultivo caen dentro de la categoría de los no-recursos, en el extremo final del espectro de la utilidad. Aquellos que estamos a favor de su preservación a menudo estamos motivados por un sentimiento profundamente conservador de desconfianza hacia los cambios irreversibles y por una actitud socialmente atípica de respeto por los componentes y la estructura del mundo natural. Estas actitudes no racionales no son aceptables como base para la conservación en las sociedades occidentales, salvo en esos pocos casos en que los costes de la preservación son mínimos y no existen usos que compitan por el espacio que ahora ocupan los no-recursos. En consecuencia, los defensores de los no-recursos generalmente han intentado asegurar la protección de sus especies o entornos “inútiles” mediante un cambio de calificación: se descubre un “valor” y el no-recurso se transforma en recurso.
Quizá el primero en reconocer este proceso fue Aldo Leopold, quien escribió en “The Land Ethic”:
Una de las debilidades básicas de un sistema de conservación basado totalmente en motivos económicos es que la mayoría de los miembros de la comunidad de la tierra no tienen valor económico ... Cuando una de estas categorías no económicas se ve amenazada y resulta que la amamos, inventamos subterfugios para otorgarle importancia económica.
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