¿Forma el ser humano parte de la naturaleza o es ajeno a ella?
Por Eileen Crist
Nota: aquí meramente aparece nuestra presentación del texto. El texto completo puede leerse en formato pdf haciendo clic en el título del artículo.
El principal valor del siguiente texto de Eileen Crist es que en él la autora cuestiona, con razón aunque quizá no de la forma más adecuada (véase más abajo), el antropocentrismo, y lo hace cuestionando a la vez el monismo ecológico, es decir, la contraproducente idea de que los seres humanos formamos parte de la Naturaleza: “Las aguas se enturbian cuando se dice a bombo y platillo que los seres humanos somos ‘parte de la naturaleza’ y se admite que incluso los artefactos y las tecnologías no son diferentes de los objetos naturales y los seres vivos. Este tipo de pensamiento favorece que la apropiación del planeta pase desapercibida”. O sea, decir que los seres humanos (al menos hoy en día) formamos parte de la Naturaleza, es tirar piedras contra el propio tejado de la defensa de la Naturaleza ya que en el fondo implica justificar o negar su destrucción y sometimiento: si todo lo humano forma parte de la Naturaleza, también destruirla y dominarla sería algo natural y no habría nada que objetar al respecto. Una ciudad sería tan natural como el bosque autóctono que crecía sobre el terreno que aquélla ahora ocupa, por ejemplo. Por desgracia, es bastante raro que aquellos que defienden que la Naturaleza tiene un valor intrínseco se den cuenta de este problema y, por tanto, es muy necesario señalarlo. La autora constituye una de las pocas y honrosas excepciones respecto a la idiotez del ecologismo monista.
Además, para remarcar su relativa rareza como pensadora ecológica, la autora también cuestiona en cierto modo la tecnología moderna y advierte contra el carácter autónomo de la misma, cosa que pocos otros ecologistas hacen.
No obstante, como suele suceder, hemos de señalar algunos defectos del texto:
§ Como ya hemos señalado en algunos de los otros de los textos de Crist que hemos publicado en Naturaleza Indómita[1], la autora sufre una excesiva influencia ideológica por parte de la llamada Teoría Crítica o Escuela de Frankfurt, una forma heterodoxa de marxismo predecesora directa de buena parte del izquierdismo contemporáneo, que, como suele suceder cuando alguien toma como referencia importante el marxismo, hace que el vocabulario y forma de expresión de Crist sean algo abstrusos y poco convencionales (aparte de, por supuesto, afectar negativamente también a sus ideas, como se verá más abajo). Así, la autora, en lugar de hablar de “antropocentrismo” o “supremacía humana”, habla de “identidad humana dominante”; en lugar de hablar de la destrucción y subyugación físicas y objetivas de la Naturaleza por parte de las sociedades humanas grandes, complejas y tecnológicamente desarrolladas, habla de la “cosificación o reificación de la identidad humana dominante”; en lugar de hablar de la tecnología moderna como un sistema constituido en última instancia por máquinas que necesitan consumir enormes cantidades de materiales y energía (extraídas inevitablemente mediante la destrucción y subyugación de los ecosistemas naturales), habla de que ésta es un “proyecto o fenómeno sin descanso” que sirve para reforzar la “identidad humana dominante”; etc. Es decir, se esfuerza por referirse a las cosas de un modo poco convencional dificultando así lamentable e innecesariamente la comprensión de lo que dice. Ganas de enredar o quizá, como suele suceder en el caso de sus maestros marxianos, de ser una esnob petulante.
§ La autora es rematadamente idealista, probablemente en gran medida por influencia de la Teoría Crítica (que, a pesar de ser marxista, ni siquiera pretendía ser materialista). O, visto que es ecologista, quizá sea al revés y fuese ya idealista desde antes, siendo esto la causa de su nefasto idilio ideológico con la Escuela de Frankfurt. Sea como sea, la autora parece creer que la idea de la supremacía humana o antropocentrismo es la causa fundamental de la destrucción y sometimiento de la Naturaleza. Y que dicha destrucción y sometimiento objetivos y físicos de los sistemas naturales son debidos a la “cosificación” de la idea previa de que el ser humano es superior y la Naturaleza es su propiedad, es decir, a la materialización del antropocentrismo. Y, por supuesto, según la autora (y muchos otros ecologistas idealistas), si todo es culpa de una idea y actitud equivocadas previas (el antropocentrismo), la solución es cambiar de idea y actitud. Sin embargo, la realidad funciona de otra manera. Ni la situación de destrucción ecológica a la que hemos llegado a lo largo de la historia ha sido principalmente resultado del antropocentrismo (aunque éste haya servido realmente de justificación y refuerzo ideológico de la misma), ni las cosas van a cambiar mucho cambiando principal o exclusivamente de ideas y actitudes (aun en el improbable caso de que fuese posible lograr implantar dicho cambio ideológico a gran escala social).
Así la autora propone inocentemente como solución “desenmascarar y trascender la identidad humana dominante” gritando “a los cuatro vientos que la identidad humana dominante está provocando una extinción masiva”, ampliar las zonas naturales protegidas e implementar proyectos de rewilding a nivel ecológico y reducir y ralentizar voluntariamente “lo tecnológico”. O sea, más de lo mismo a lo que nos tienen acostumbrados sus colegas conservacionistas y ecologistas supuestamente antiantropocéntricos: idealismo y voluntarismo. Si bien lo primero para afrontar un problema es hacerse consciente de él y, a menudo, señalárselo a otros, sólo con esto no basta. Supongamos (y ya es mucho suponer) que los “gritos a los cuatro vientos” de la autora y otros ecologistas supuestamente antiantropocéntricos sean escuchados y que logren cambiar las ideas y actitudes de la mayoría de la gente respecto al antropocentrismo. ¿Qué pasaría entonces? Si no cambiase nada más, es decir, si no cambiase nada a nivel material (tecnológico y demográfico, por ejemplo), en realidad nada cambiaría. Es más, aunque esa mayoría se pusiesen de acuerdo en tratar voluntariamente de ralentizar y contraer armoniosamente “lo tecnológico” mediante un cambio generalizado en sus comportamientos y hábitos de vida personales y en las políticas sociales, eso muy probablemente no bastaría para lograr reducirlo ni frenarlo suficientemente. Incluso cuando la autora propone algo práctico y factible se queda en ampliar la conservación legal y el rewilding, cosas que por loables y necesarias que sean, resultarán completamente insuficientes e ineficaces a largo plazo para preservar “la música” de lo salvaje, ya que mientras la sociedad tecnoindustrial y la tecnología moderna en que ésta se basa continúen existiendo, seguirán destruyendo y sometiendo la Naturaleza inevitablemente. En realidad, nada que no sea una contracción física drástica de “lo tecnológico”, va a frenar dicha destrucción y sometimiento. Y dicha contracción no va a ser nunca voluntaria, pacífica ni armoniosamente asumida de forma mayoritaria. Que dicha contracción vaya precedida y acompañada de un cambio generalizado en los valores, ideas y actitudes de la mayoría, aparte de inverosímil, es irrelevante.
La autora tiene razón cuando dice que “Nuestra época exige una ruptura con la historia, no una economía verde”, pero se equivoca al sugerir que dicha ruptura debe producirse principalmente en el plano ideológico y que debe ser voluntaria y armoniosamente asumida y practicada por la mayoría o la totalidad de la población. Más bien, si es que llega a producirse, será llevada a cabo principalmente en el plano físico, por una minoría y en contra de la voluntad del resto. Es decir, la verdadera ruptura consistiría en la destrucción física del sistema tecnoindustrial por parte de una pequeña minoría comprometida.
§ Cuando la autora dice “¿por qué habría de ser problemático el propio dualismo, en un mundo repleto de dualidades y enriquecido por los tangos que éstas bailan? ¿Hay algún problema con el remolino dualista del taoísmo?” manifiesta de nuevo la influencia marxista que sufre (aparte de otra muy probable influencia de tipo hippy o novoerano), al mezclar la noción general de dualismo (es decir, la existencia de dos partes diferentes y, en cierto modo, separadas u opuestas dentro de un todo) con la idea concreta de la dialéctica u oposición/complementariedad de opuestos. La dialéctica, sea taoísta, marxista, mazdeísta, etc. en realidad es un pseudodualismo, ya que no hace más que embarullar las partes que en un principio parecían estar claramente diferenciadas y separadas, de modo que al final no se sabe siquiera si hay dos partes separadas o sólo una, ni si son opuestas o se complementan.
§ La autora, de nuevo probablemente por influencia de la Teoría Crítica, parece tener también un poco confusas sus ideas acerca de las jerarquías, cuando dice cosas como, por ejemplo: “Lo que es problemático es cargar fatídicamente las dualidades con inflexiones jerárquicas” o “la realidad no es una jerarquía, sino una heterarquía, y el mundo vivo no es un orden estratificado, sino una sinfonía armónica tanto literal como metafóricamente”. Sin embargo, al menos a veces, la realidad está de hecho estructurada naturalmente de forma jerárquica (es decir, hay cosas que son realmente más importantes que otras y tienen prioridad o predominan sobre otras), aunque no siempre lo esté del modo que muchos creen (es decir, no lo está de forma antropocéntrica o racista, por ejemplo). El hecho de que muchas de las “inflexiones jerárquicas” que los seres humanos aplican a sus modelos de la realidad y a sus relaciones con la misma sean efectivamente falsas, forzadas, antinaturales e incluso dañinas, no implica que todas ellas lo sean siempre, ni que sean siempre problemáticas. A veces las jerarquías existen realmente e incluso son necesarias (por ejemplo, en muchas de las relaciones intragrupales dentro de una misma especie). A ver cómo pretende la autora, cuando por ejemplo critica la jerarquía que pone a “los adultos por encima de los niños”, que los adultos interactúen adecuadamente con los niños, sin que los primeros controlen y dirijan mínimamente el comportamiento de los segundos, al menos en ciertas ocasiones. Quizá la autora y otros progres como ella prefieran llamar a eso de otro modo más chupiguay, antipatriarcal y políticamente correcto, pero se llame como se llame sigue siendo jerarquía.
En definitiva, no todas las jerarquías son rechazables. Y, de hecho, nosotros nos declaramos totalmente a favor de la siguiente jerarquía moral: la Naturaleza salvaje es infinitamente más importante que los sistemas sociales humanos.
§ Por último, cuando la autora dice “La especie humana no tiene la culpa de ninguna de las amenazas existenciales que se ciernen sobre ella; la culpa es de la identidad humana cosificada que se ha encaramado en la cima imaginaria de una jerarquía inventada, dominando con desdén el todo, especialmente al desencadenar (en su fase moderna) una tecnología moderna que no tiene que rendir cuentas a nadie ni a nada”, trata de separar la especie humana de la “identidad humana dominante cosificada” para así poder culpar exclusivamente a la segunda y exonerar a la primera. Pero esto suena poco convincente. No sólo por lo ya señalado más arriba de que los procesos sociales y tecnológicos en el largo plazo y a gran escala no son causados principalmente (o en absoluto) por ideas previas, sino también porque, independientemente de lo anterior, la noción de “identidad humana dominante” o antropocentrismo, no se podría haber materializado en una destrucción y sometimiento físicos y tecnológicos sin unos seres humanos que se la creyesen y colaborasen en su realización. Una idea o actitud, en caso de que sea realmente llevada a la práctica de forma consciente y voluntaria, necesita para existir y materializarse a alguien que, primero, la asuma y, segundo, trate de ponerla en práctica, respectivamente. Las ideas no existen en el éter, sino en los cerebros humanos. Y, en caso de ser llevadas a la práctica, necesitan también, directa o indirectamente, las manos de los seres humanos para ello (al menos hasta la fecha). Pretender que las ideas o actitudes, por sí solas, son capaces de modificar el mundo, sin la participación (y la consiguiente responsabilidad) de los seres humanos, es doblemente idealista (y falso), ya que pretende, primero, que las ideas preceden siempre a los hechos, y segundo que las ideas no necesitan de cerebros y brazos humanos para materializarse en hechos (cuando lo hacen).
La autora, cuando soltó esta frase, muy probablemente sólo trataba de ser políticamente correcta y evitar así inútilmente las típicas acusaciones de misantropía que tan a menudo se lanzan contra aquellos que, como la autora, consideran que la Naturaleza tiene valor intrínseco, que aquello que atenta contra dicho valor es malo y, por tanto, que la historia de la humanidad es un proceso de empeoramiento creciente del mundo no humano. Lo lamentable es que esta autocensura y autorrestricción de la libertad del pensamiento propio para evitar que éste siga su curso lógico y natural no sólo no evita dichas acusaciones, sino que además impide que quienes practican dicha autocensura lleguen a las conclusiones últimas a las que deberían llegar, generando errores y confusión.
[1] Véanse: “Más allá de la crisis del clima” (https://www.naturalezaindomita.com/textos/crtica-de-la-civilizacin-y-del-sistema-tecnoindustrial/ms-all-de-la-crisis-del-clima) o “Sobre las tecnologías digitales” (https://www.naturalezaindomita.com/textos/crtica-de-la-civilizacin-y-del-sistema-tecnoindustrial/sobre-las-tecnolog%C3%ADas-digitales).