Aproximándonos a un cambio de estado en la biosfera de la Tierra 

Por Anthony D. Barnosky, Elizabeth A. Hadly, Jordi Bascompte, Eric L. Berlow, James H. Brown, Mikael Fortelius, Wayne M. Getz, John Harte, Alan Hastings, Pablo A. Marquet, Neo D. Martínez, Arne Mooers, Peter Roopnarine, Geerat Vermeij, John W. Williams, Rosemary Gillespie, Justin Kitzes, Charles Marshall, Nicholas Matzke, David P. Mindell, Eloy Revilla y Adam B. Smith 

Nota: aquí meramente nuestra presentación del texto. El texto completo puede leerse en formato pdf haciendo clic en el título del artículo. 

De nuevo presentamos en esta sección un texto científico cuyo principal interés radica en que sirve como fuente de datos acerca del grado de impacto sobre la Naturaleza alcanzado por la sociedad tecnoindustrial. Cuando se pretende cuestionar la civilización industrial en base al daño que causa a los ecosistemas, es conveniente basarse en algo más que meras intuiciones o impresiones subjetivas. Y para esto la ciencia puede ser muy útil, ya que en principio es la forma más fiable y objetiva de conocer la realidad. No es que pensemos que haya que ensalzar y promover el desarrollo tecnocientífico (más que nada porque éste conlleva inevitablemente otras formas de desarrollo social y tecnológico intrínsecamente dañinas para la autonomía de lo salvaje), pero ya que la ciencia está ahí, podemos aprovecharnos de sus conclusiones para combatir la sociedad tecnoindustrial con conocimiento de causa. Con la debida cautela, eso sí; una cosa es la ciencia, en teoría, y otra muy distinta lo que los científicos acaban haciendo en la práctica, lo cual no siempre es todo lo racional, crítico, objetivo e independiente (es decir, científico) que debería. Como ya hemos dicho en alguna otra ocasión, los científicos son seres humanos que viven inmersos en un entorno social y cultural que muy a menudo afecta a su labor creando sesgos subjetivos e ideológicos. Y este artículo tampoco es una excepción.

A continuación comentamos los defectos más destacables de este artículo:

·    Creencia en la predecibilidad de los fenómenos y procesos complejos. Los autores, desde un principio, dejan claro en el texto que tienen la esperanza de que sus estudios ayuden a “mejorar la predicción biológica mediante la previsión de las transiciones críticas”. Sin embargo, paradójicamente, ellos mismos reconocen a lo largo del texto que dicha predecibilidad es, cuando menos, muy limitada. Así, por ejemplo, reconocen que muchos de los efectos ecológicos de las actividades humanas sólo pueden conocerse y entenderse de forma retrospectiva y que “por su propia naturaleza, los cambios de estado incluyen sorpresas”. No obstante, los autores, con su porfiada defensa de la predecibilidad ecológica parecen olvidar que explicar retrospectivamente no es predecir, que “sorpresa” implica imposibilidad de predicción, que predecir a pequeña escala espacio-temporal no es predecir a gran escala, que predecir a veces o en parte no es predecir siempre y completamente y que los modelos teóricos no son la realidad.

·   Defensa del control y la gestión de los ecosistemas y de las sociedades humanas. Uno podría preguntarse: si los sistemas complejos son en gran medida intrínsecamente impredecibles, ¿por qué entonces los autores (al igual que muchos otros científicos y mucha otra gente aparentemente racional e inteligente) se obstinan en creer y promover falsas promesas acerca de la predecibilidad de sistemas y procesos complejos como los que constituyen el funcionamiento de la biosfera? La respuesta está en que la predecibilidad es imprescindible para poder ejercer el control eficazmente (en palabras de los autores del texto: “para manejar [los cambios de estado] lo mejor que podamos” y “mejorar nuestra gestión de la biodiversidad y de los servicios ecosistémicos”). El verdadero fin de esta gente es “dirigir el futuro del ecosistema global y de las sociedades humanas” para poder mantener su funcionamiento dentro de unos límites y ajustar sus reacciones a las necesidades del sistema tecnoindustrial. Para ello les hace falta primero ser capaces de predecir con un alto grado de exactitud dichas reacciones y funcionamiento. Pero este sueño de la gestión global de los ecosistemas y de las sociedades humanas no es más que eso, un sueño. No sólo porque los sistemas y procesos complejos son en gran medida inherentemente impredecibles, sino también porque predecir no es necesariamente lo mismo que controlar. Si bien para poder controlar hace falta poder predecir, predecir no es suficiente para poder controlar. Aunque fuese posible pronosticar con la suficiente precisión los efectos de ciertos procesos complejos, para poder controlarlos efectivamente y evitar efectos indeseados haría falta mucho más: medios tecnológicos, recursos, circunstancias favorables, etc. Controlar efectivamente es aún más complicado que predecir, luego si predecir sistemas y procesos complejos es en gran medida imposible, controlarlos lo es aún más si cabe. Y, de nuevo, cabe preguntarse, ¿por qué entonces estos científicos (y mucha otra gente aparentemente inteligente) se obcecan en defender, promover y soñar con la gestión global de los ecosistemas y las sociedades? La respuesta, al menos en parte, es que hay dos formas de entender la ciencia: como meramente un método eficaz de obtener conocimientos fiables acerca de la realidad y así poder entenderla mejor o, más allá de esto, como una herramienta para resolver problemas prácticos. Esta última concepción de la ciencia, típica de la ingeniería, es la ciencia aplicada o tecnociencia, y es la forma más habitual de entender la ciencia en la actualidad (desde ya hace varios siglos). Y ésta es obviamente también la noción de la ciencia que parecen tener los autores del artículo. Según dicha noción, la investigación para tener interés (y con ello obtener apoyo público y privado, fondos y recursos) ha de ir encaminada a fines prácticos. Y para que cumpla eficientemente con dichos fines prácticos ha de servir para ejercer control (en palabras de los propios autores: “el propósito de la ciencia y de la sociedad es dirigir la biosfera hacia las condiciones que deseamos, en lugar de hacia aquellas que nos vienen impuestas involuntariamente”). Y, por supuesto, en las circunstancias presentes, lo “práctico” es aquello que sirve al desarrollo y mantenimiento del sistema tecnoindustrial, normalmente presentado bajo la más que discutible (aunque en realidad muy poco discutida) fórmula: “mantener el bienestar humano”. He aquí el motivo último de que estudios como los tratados en el artículo busquen la predecibilidad y el control de los ecosistemas y la biosfera: conocerlos y entenderlos no es suficiente, hay que buscar sea como sea una justificación instrumental, una aplicación práctica a dicho conocimiento y comprensión, aunque hacerlo precisamente contradiga patentemente en gran medida dicho conocimiento y “comprensión” (por ejemplo, cabe plantear la duda de hasta qué punto estos científicos entienden realmente algo si a pesar de que la ciencia les dice que los sistemas y procesos complejos son en gran parte inherentemente impredecibles ellos siguen empeñados en mejorar la predecibilidad y el control de dichos sistemas “gracias a la ciencia”).

Por otro lado, e independientemente de la imposibilidad real de predecir o controlar, no olvidemos lo estúpido que resulta tratar de combatir y controlar los impactos del desarrollo tecnológico y social en los ecosistemas con aún más desarrollo tecnológico y social. Porque el control global al que aspiran los autores no se lograría, en caso de que se pudiese lograr realmente, mediante conjuros mágicos y oraciones a la Virgen, sino con intervenciones ingenieriles en los ecosistemas no artificiales y las sociedades humanas. ¿Acaso los autores no han pensado en cuáles serán a su vez los efectos ecológicos y sociales de estas acciones “correctivas”? ¿O más bien, como suele suceder, han preferido huir hacia delante y obviar dichos efectos hasta que se hagan patentes?

Por último, cabe incidir en el absurdo de la engañosa idea de la “libertad” voluntarista subyacente a la frase “dirigir la biosfera hacia las condiciones que deseamos, en lugar de hacia aquellas que nos vienen impuestas involuntariamente”. Para empezar, los intentos de controlar la biosfera y las sociedades no vienen en realidad impuestos por ninguna voluntad humana sino por las propias dinámicas y necesidades del sistema tecnoindustrial. No es que queramos controlar la biosfera para imponer nuestras condiciones en lugar de que la Naturaleza nos imponga las suyas, sino más bien que el sistema tecnoindustrial necesita que así se haga para poder mantenerse y crecer sin trabas. No son en realidad intentos genuinamente voluntarios de imponer nuestros deseos a la Naturaleza, sino acciones que vienen impuestas (de forma más o menos sutil) por parte del desarrollo tecnológico para su propia perpetuación. Eso sí, esta imposición tecnológica es camuflada bajo la mistificación humanista de “imponer nuestra voluntad” (supuestamente libre) sobre la Naturaleza. La mejor manera de obligar a alguien a hacer algo es engañarle para que crea que lo hace voluntariamente. Y para seguir, muchos de los efectos de dichos intentos ingenieriles de controlar los ecosistemas y las sociedades humanas son a menudo en gran medida inesperados y no deseados, además de indeseables, y vienen igualmente impuestos de forma involuntaria por las propias dinámicas del sistema tecnoindustrial y su desarrollo. ¡Cómo si las condiciones artificiales que acarrearán el mantenimiento y desarrollo de la sociedad tecnoindustrial, que serán necesarios para poder intentar gestionar la biosfera a nivel global, fuesen realmente voluntariamente decididas y buscadas! La idea de que el desarrollo social y tecnológico nos permite ser más “libres” al permitirnos transgredir ciertos límites físicos, evitar ciertos efectos no artificiales indeseados y controlar ciertos procesos naturales o sustituirlos por otros artificiales, es uno de los mayores y más peligrosos engaños de la mentalidad humanista y en realidad implica simplemente sustituir las supuestas imposiciones naturales por una muy real esclavitud artificial. Todo intento de librarse de las restricciones e “imposiciones” naturales conlleva inevitablemente sustituirlas por nuevas restricciones e imposiciones artificiales, en la mayor parte de los casos igualmente no deseadas (y a las cuales, al contrario de lo que sucede con las naturales, no solemos siquiera estar evolutivamente adaptados). El sueño de interferir voluntariamente (mediante el desarrollo tecnológico) en los ecosistemas para “liberarse” de las restricciones e imposiciones naturales es tremendamente engañoso, ridículo y arrogante y sólo sirve para enmascarar y facilitar la imposición artificial y la esclavitud tecnológica.

·      Otro defecto del texto es que, como lamentablemente suele ser habitual en la actualidad, los autores se suman a la postura que afirma que no existe equilibrio en los ecosistemas (“Los ‘estados’ biológicos no son ni estables ni están en equilibrio; más bien, se caracterizan por un rango definido de desviaciones respecto de una condición promedio a lo largo de un periodo de tiempo dado”). Sin embargo, como también suele ser habitual en quienes hacen gala de dicha postura, olvidan la existencia de los “equilibrios dinámicos” u homeostasis (autorregulación) y se acaban contradiciendo a sí mismos en mayor o menor medida. ¿Cuál es en el fondo la diferencia entre un equilibrio dinámico y “un rango definido de desviaciones respecto de una condición promedio a lo largo de un periodo de tiempo dado”? En realidad ninguna. Si las variaciones respecto a un promedio fluctúan dentro de un rango delimitado, hay un equilibrio, sólo que es dinámico.

·    También cabe mencionar la exageración y la simpleza que muestran los autores en determinados puntos concretos del texto, ya que esto puede dar lugar a conclusiones erróneas. Por ejemplo, cuando mencionan que durante la transición del último periodo glacial al interglacial, la biomasa animal pasó de estar dominada por grandes mamíferos a estar dominada por los humanos y sus animales domésticos, están exagerando, ya que esto es algo que ciertamente podría afirmarse hoy en día, pero que aún no sucedía en aquel entonces: en esa época la mayor parte de los grupos humanos seguían siendo cazadores-recolectores y la biomasa humana (o la de los animales domésticos de los grupos que ya llevasen un modo de vida neolítico) difícilmente podría superar aún a la de los animales salvajes. De esta forma los autores dan a entender que la abultada presencia humana actual en gran parte del planeta es equiparable a la de finales del Pleistoceno y principios del Holoceno, cuando está claro que mucho han cambiado las cosas en cuanto a presencia humana desde entonces.

Por otro lado y curiosamente, cuando los autores comparan los cambios actuales generados por la actividad humana con los producidos durante el último cambio glacial-interglacial, caen en la simpleza al decir que en aquel entonces sólo se vio transformado el 30% de la superficie terrestre, mientras que en la actualidad las actividades humanas ya han modificado buena parte de dicha superficie. En realidad, ese 30% de la superficie es sólo la superficie que perdió el hielo durante esa transición, pero a nadie se le debe escapar que en realidad, la superficie que inicialmente no estaba cubierta por hielo también sufrió cambios a nivel de clima, composición y abundancia de especies, etc. Por lo tanto, los cambios en la superficie terrestre durante la última transición glacial-interglacial no fueron tan “pequeños” comparados con los que generan las actividades humanas actuales. Las diferencias ciertamente existentes entre ambos procesos han de basarse en otros criterios.

·      Para terminar, la postura de los autores, como era de esperar en gente que busca gestionar el planeta y las sociedades humanas, es profundamente antropocéntrica y centrada exclusivamente en el bienestar de la humanidad. En ningún momento los autores dan señales de considerar que los ecosistemas no artificiales o la biosfera puedan tener valor por sí mismos, y menos aún que puedan tener más valor que los seres humanos y sus sociedades, sino todo lo contrario, los tratan como una mera fuente de recursos y un entorno necesario (¿de momento?) para garantizar “el bienestar humano” (léase en realidad “el mantenimiento y desarrollo de la sociedad tecnoindustrial”). Ésta es una perspectiva realmente lamentable en una gente que ya sólo por su formación y profesión (es decir, por la cantidad de datos que manejan acerca de los ecosistemas y del impacto humano en ellos) deberían estar mucho más sensibilizados y dispuestos a valorar la Naturaleza por sí misma.