La dominación humana de los ecosistemas de la Tierra

Por Peter M. Vitousek, Harold A. Mooney, Jane Lubchenco y Jerry M. Melillo

Nota: aquí meramente nuestra presentación del texto. El texto completo puede leerse en formato pdf haciendo clic en el título del artículo. 

 

A menudo al tratar situaciones que se refieren a una escala amplia y general es difícil saber qué parte de lo que se dice, lee u oye se ajusta realmente a la realidad y qué parte peca por exceso o por defecto. Al contrario de lo que sucede con las situaciones concretas e inmediatas no es posible conocer de primera mano la totalidad de los hechos y hay que basarse, en el mejor de los casos, en la intuición. Y la intuición con frecuencia está muy influida por factores no racionales y/o por presupuestos no experimentales. No es difícil pues, ver las cosas peor de lo que en realidad están o, por el contrario, mantener un optimismo iluso e injustificado.

El motivo principal para publicar el artículo que presentamos a continuación es que es un texto que presenta de modo serio y realista, basándose ante todo en datos empíricos concretos, la situación general en que se encuentran los ecosistemas de la Tierra. Y ésta, dejando a un lado las intuiciones y ciñéndonos a los hechos expuestos en el texto, no es una situación precisamente halagüeña.

Es más, el artículo presenta la situación en que se encontraba la biosfera hace más de veinte años. ¿Ha mejorado en este tiempo la situación general expuesta en el artículo? Si tenemos en cuenta los parámetros concretos que utiliza el texto para elaborar su modelo general de la situación de la biosfera, veremos que prácticamente ninguno de ellos ha evolucionado hacia una menor incidencia en la destrucción o alteración de los ecosistemas sino más bien al contrario: prácticamente todos han incrementado su intensidad y, con ella, su incidencia negativa en la autorregulación de los ecosistemas.

Es decir, el valor e interés de este artículo radica en que ofrece pruebas empíricas para mantener que la situación ecológica global es realmente desastrosa y demuestra que afirmar esto último no es catrastrofismo ecologista, sino mero realismo, racional y científico.

Sin embargo, no todo son virtudes en este artículo. También existen algunos aspectos que cabe poner en cuestión. En general, los defectos fundamentales de este artículo son los mismos que los de otros muchos textos acerca de asuntos ecológicos: la falta de consciencia y claridad de ideas acerca de cómo funciona realmente el desarrollo de las sociedades y de la tecnología a la hora de interpretar las causas últimas de los problemas y plantear soluciones a los mismos y, en estrecha relación con lo anterior, la falta absoluta de cuestionamiento del progreso tecnológico, que irónicamente es presentado como solución a los problemas que en realidad él mismo provoca o agrava.

Así, los autores sugieren tres direcciones sobre las que actuar:

(i) Reducir el ritmo de alteración de los ecosistemas.

(ii) Acelerar la investigación acerca de los ecosistemas y de cómo éstos interactúan con las actividades de los seres humanos.

(iii) Aceptar la necesidad de gestionar el planeta.

La sugerencia (i) según los autores, se conseguiría reduciendo la llamada “huella ecológica”, mediante la ralentización del crecimiento demográfico y el aumento de la eficacia a la hora de utilizar los recursos. El principal error de esta propuesta es que el problema fundamental no es que los seres humanos estén gestionando mal sus actividades y su tasa de crecimiento poblacional, el problema de fondo es que las sociedades humanas en general, y más aún cuanto más complejas sean, se desarrollan, a largo plazo, de un modo ajeno a la voluntad y el control de los seres humanos. Llegados a este punto, plantear soluciones, como la sugerida por los autores, basadas en una gestión racional de la sociedad y de sus actividades resulta completamente irrealista.

Dejando de lado este grave error, hay que señalar además la vaguedad de la sugerencia que en ningún caso aclara en detalle los métodos por los que se supone que se ha de llevar a cabo dicha propuesta. Al final todo se queda en la típica declaración de buenas intenciones con que suelen cerrarse formalmente este tipo de textos. Por otro lado, quizá sea mejor así, ya que la mayoría de las propuestas encaminadas a mejorar la eficacia en la utilización de los recursos se basan en promover el desarrollo tecnológico, no en frenarlo y, viendo las otras dos sugerencias, es obvio que las propuestas en que están pensando los autores de este artículo no serán una excepción. Como veremos, los autores no están pensando en reducir el crecimiento poblacional o el impacto de las actividades humanas por otros medios que no sean el desarrollo y la aplicación de tecnologías más eficaces y con ello, más complejas e interdependientes. Es decir, están pensando en promover un mayor desarrollo del sistema tecnoindustrial y un aumento de su incidencia en los ecosistemas.

Que los científicos propongan incrementar la investigación como parte de la solución a los problemas de que tratan en sus estudios -sugerencia (ii)- es un tópico de prácticamente la totalidad de la literatura científica, que suele venir motivado, más que por la utilidad real de dicha investigación, por la necesidad que suelen tener los científicos de justificar, promocionar y mantener sus propias actividades. En el caso que nos ocupa, es más que cuestionable que conocer mejor cómo influyen las actividades humanas en los ecosistemas y cómo éstos se autorregulan vaya a servir para salvarlos y preservarlos. Los científicos puede que nos digan cada vez con más detalle cuáles son los daños que están sufriendo los ecosistemas, pero eso en sí mismo no hará que éstos dejen de sufrirlos, porque la causa de los problemas ecológicos no es tanto la ignorancia acerca del funcionamiento de los ecosistemas como las inevitables consecuencias materiales del desarrollo social y tecnológico. Una sociedad industrial será siempre mucho más dañina para los ecosistemas no artificiales que una sociedad no industrial, aun en el caso de que la primera esté habitada exclusivamente por individuos y grupos comprometidos con ideales medioambientalistas como el “desarrollo sostenible” y la aplicación de tecnologías “limpias” y la segunda por individuos a los que el medio ambiente les dé completamente igual. Porque el meollo del problema no reside en la ideología (aun siendo ésta relativamente importante) sino en la infraestructura material de la sociedad, es decir, reside en la escala a la que una sociedad puede y debe interferir en los mecanismos de autorregulación de los ecosistemas a fin de obtener los recursos necesarios para mantenerse físicamente. Este es otro de los errores fundamentales del pensamiento “verde”: no ser capaz de ver que el desarrollo tecnológico inevitablemente conlleva daños ecológicos, incluso en los casos en que supuestamente está encaminado a evitarlos. Simplemente, como mucho los problemas de desplazan o difuminan, pasando de unos aspectos o procesos a otros, de lo inmediato a lo lejano, de lo concreto a lo general, etc. Las tecnologías industriales “limpias” (junto con el enorme complejo industrial y la gran población que mantienen y requieren) no surgen de la nada, ni funcionan exclusivamente por su propia inercia, ni sus desechos y productos desaparecen sin más. Hay que producirlas, alimentarlas, mantenerlas y tratar sus residuos usando siempre, de un modo u otro, espacio, materias primas y energía obtenidos del medio natural, o sea, provocando un impacto ecológico. Se pueden añadir eslabones (tecnologías para “volver limpias” otras tecnologías) y bucles (reciclar residuos) a la cadena, pero ésta siempre tendrá un principio (uso de espacio y extracción de materiales y energía) y un final (liberación de residuos). Y esos extremos, alcanzan su máximo en una sociedad tecnoindustrial, por muy “verde” que ésta sea. Todo esto sin entrar a hablar aquí de la directa e ineludible relación entre desarrollo tecnológico y reducción de la verdadera libertad humana (autonomía en la expresión y satisfacción de las tendencias, necesidades y capacidades propias de los individuos de nuestra especie), con los inevitables trastornos psicológicos que la acompañan.

De hecho, cuando los autores hablan de la necesidad de aprender más sobre “cómo interactúan los seres humanos con los ecosistemas”, no están pensando en poner científicamente a prueba la creencia en la compatibilidad entre el desarrollo tecnológico y el mantenimiento de la autonomía de los ecosistemas, sino en algo muy distinto: usar la investigación científica para justificar, facilitar y optimizar la gestión e intervención tecnológica en los mecanismos de autorregulación de los ecosistemas.

Esto queda patente en la sugerencia (iii). Tras mostrar a lo largo de todo el artículo la magnitud y gravedad de la dominación que sufren los ecosistemas no artificiales, curiosamente los autores extraen como conclusión que hay que seguir dominándolos, más y mejor, para poder salvarlos. Aparte de por las razones señaladas más arriba para las demás sugerencias (imposibilidad de controlar racionalmente el desarrollo de una sociedad, impostura del discurso “verde”, etc.), esta sugerencia es inaceptable aunque sólo sea por encerrar una patente incompatibilidad entre los valores en que aparentemente se inspira: según los autores, para preservar lo salvaje, es decir, lo indómito… ¡hay que dominarlo! ¿Cómo es posible que una gente que supuestamente es parte de la élite intelectual de la sociedad caiga en tan burda incongruencia lógica?

Es demasiado habitual entre muchos científicos no llevar las conclusiones de sus estudios hasta sus últimas consecuencias lógicas, sino más bien lo contrario. A la hora de extraer conclusiones de sus investigaciones, muchos científicos suelen ser extremadamente timoratos, aunque ello les suponga caer en la irracionalidad y la incoherencia lógica. A pesar de que a menudo presuman de lo contrario, a los científicos suele interesarles más su propia carrera, su prestigio dentro de su entorno profesional y su posición social que descubrir y exponer la verdad. Si en algún momento, las conclusiones de sus investigaciones chocan abiertamente con los valores, creencias y fines fundamentales de su entorno social, la mayoría de los científicos elegirán, consciente o inconscientemente, respetar estos últimos, aunque ello suponga dejar de lado la verdad, la razón, la lógica y los hechos; o retorcerlos hasta hacerlos irreconocibles. Y en estrecha relación con lo anterior, si el entorno social de los científicos promueve determinados valores o ideas, los científicos tenderán a defenderlos, repetirlos y tomarlos como referencia y justificación en sus estudios, aunque hacerlo también suponga un atentado contra la lógica y la verdad. Los autores de este artículo no son una excepción, y la defensa del desarrollo tecnológico es uno de los ideales fundamentales de esta sociedad y, con ella, del mundillo científico. Como también es cada vez más valorado por esta sociedad el discurso “verde” que trata de hacernos creer en la compatibilidad entre desarrollo industrial y respeto por los ecosistemas. Así se explica que los autores traten de mostrar inquietud por el estado de los ecosistemas no artificiales a pesar de no poner en cuestión, ni por un momento, el desarrollo tecnológico y que acaben defendiendo que es necesario e inevitable gestionar los ecosistemas.

¿Necesario para qué? ¿Para salvar esos mismos ecosistemas o para salvar y mantener la sociedad tecnoindustrial? Cuando un ecosistema es gestionado deja de ser salvaje. Es decir, la gestión no salva lo que realmente hace valioso a un ecosistema: su capacidad de autorregulación, su autonomía, sino que precisamente la anula, o al menos la reduce y dificulta. ¿Inevitable? Sólo si se pasa convenientemente por alto, como de hecho hacen los autores, la opción alternativa (que sería la realmente necesaria y eficaz, aunque hoy por hoy “socialmente incorrecta”): abandonar el desarrollo tecnológico.

El desarrollo social y tecnológico causa problemas y a su vez ofrece aparentes soluciones que generan una cada vez mayor dependencia de él. Dependencia que quienes no valoran realmente la libertad, la independencia y lo salvaje (como es el caso de los autores del artículo) asumen como necesaria e inevitable o incluso buena.

En resumen, el artículo es interesante únicamente como descripción científica del estado de la biosfera. Y nada más.