Pensar como una montaña

Por Aldo Leopold

Pensar como una montaña[1]

Por Aldo Leopold

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El eco de una voz profunda y sonora rebota de una pared de roca a otra, rueda montaña abajo y se extingue en la lejana negrura de la noche. Es un salvaje y desafiante estallido de pesar y desagrado por todas las adversidades del mundo.

Todos los seres vivos (y quizá también muchos de los muertos) prestan atención a esa llamada. Para el ciervo es un recordatorio de que él también es mortal, para el pino es un augurio de refriegas en mitad de la noche y sangre sobre la nieve, para el coyote la promesa de que quedarán restos aprovechables, para el ganadero la amenaza de números rojos en el banco, para el cazador el desafío de un colmillo frente a una bala. Sin embargo, tras estas esperanzas y miedos obvios e inmediatos yace un significado más profundo, que sólo la propia montaña conoce. Solamente la montaña ha vivido lo suficiente como para escuchar con objetividad el aullido de un lobo.

Incluso aquellos que no son capaces de descifrar ese significado oculto saben que está ahí, porque es algo que se siente en todo territorio de lobos y distingue ese territorio de todas las demás tierras. Es el cosquilleo en el espinazo de todos aquellos que escuchan a los lobos por la noche o de quienes examinan su rastro por el día. Incluso cuando no se ve u oye al lobo, está implícito en decenas de pequeños sucesos: el relinchar de un caballo de carga durante la noche, el ruido de piedras que ruedan, el brinco de un ciervo que huye, el modo en que las sombras se extienden bajo las píceas. Sólo el principiante sin experiencia es incapaz de sentir la presencia o ausencia de lobos o el hecho de que las montañas guardan en secreto una opinión acerca de ellos.  

Mi propia certeza respecto a esta conclusión nació el día en que vi morir a una loba. Estábamos almorzando sobre un risco, a cuyos pies un río turbulento se abría paso a la fuerza. Vimos lo que pensamos que era una cierva vadeando el torrente, hundida hasta el pecho en las aguas bravas. Cuando trepó por la orilla hacia nosotros y sacudió el rabo, nos dimos cuenta de nuestro error: era una loba. Otra media docena de lobos, evidentemente cachorros ya crecidos, salieron dando saltos de entre los sauces y se unieron todos en una algarabía de bienvenida de rabos agitándose y vapuleos juguetones. Lo que era literalmente un amasijo de lobos se retorcía y giraba en el centro de un claro llano a los pies de nuestro risco.

En aquellos días jamás se nos habría ocurrido dejar pasar la oportunidad de matar un lobo. No tardamos ni un segundo en lanzar plomo contra la manada, aunque con más entusiasmo que puntería: apuntar cuando se dispara hacia abajo en una ladera empinada siempre es difícil. Cuando nuestros rifles quedaron vacíos, la vieja loba había caído y un cachorro se escabullía arrastrando una pata por un desprendimiento de rocas infranqueable.

Llegamos adonde estaba la vieja loba justo a tiempo de ver un fiero fuego verde extinguiéndose en sus ojos. Entonces me di cuenta, y desde entonces siempre lo he tenido presente, que para mí había algo nuevo en aquellos ojos, algo que sólo ella y la montaña sabían. Por aquel entonces yo era joven y de gatillo fácil; pensaba que, dado que el que hubiese menos lobos significaba más ciervos, que no hubiese ningún lobo significaría el paraíso del cazador. Sin embargo, tras haber visto extinguirse el fuego verde, sentí que ni la loba ni la montaña estaban de acuerdo con semejante idea.

 

***

Desde entonces he vivido para ver cómo un estado tras otro extirpaba sus lobos. He visto la nueva cara de muchas montañas ahora sin lobos y he visto las solanas surcadas por las arrugas de un laberinto de nuevas sendas de ciervos. He visto todos y cada uno de los arbustos y retoños comestibles ramoneados, primero hasta llegar a una condición anémica y luego hasta la muerte. He visto todos y cada uno de los árboles comestibles defoliados hasta la altura del fuste de la silla de montar. Una montaña semejante parece como si alguien hubiese regalado a Dios unas tijeras de podar nuevas y Le hubiese prohibido realizar cualquier otro ejercicio. Al final, los hambrientos huesos de las tan esperadas manadas de ciervos, muertos a causa de su propia demasía, se blanquean junto a los esqueletos de las artemisas[2] o se enmohecen bajo los ramoneados enebros.

Sospecho ahora que, al igual que un rebaño de ciervos vive con un temor mortal hacia sus lobos, así vive también una montaña, con un miedo mortal hacia sus ciervos. Y quizá con mayor razón, porque mientras que un macho de ciervo abatido por los lobos puede ser reemplazado en dos o tres años, una tierra abatida por demasiados ciervos puede que no llegue a recuperarse ni siquiera en un número semejante de décadas.

Y lo mismo pasa con las vacas. El ganadero que limpia sus tierras de lobos no se da cuenta de que él ha de asumir la labor de los lobos: recortar el tamaño del rebaño para ajustarlo a la extensión de sus tierras. No ha aprendido a pensar como una montaña. A consecuencia de ello tenemos tormentas de polvo[3] y ríos que arrastran el futuro al mar.

 

***

 

Todos tratamos de conseguir seguridad, prosperidad, confort, una larga vida y tranquilidad. El ciervo lo intenta con sus ágiles patas, el ganadero con trampas y veneno, el hombre de estado con la pluma, la mayoría de nosotros con máquinas, votos y dólares, pero todo se reduce a lo mismo: lograr una vida en paz. Cierto grado de éxito en este intento es más que suficiente y quizá sea un requisito para poder pensar con objetividad, pero demasiada seguridad parece que únicamente engendra peligros a largo plazo. Quizá esto sea lo que se escondía tras la frase de Thoreau: “En lo salvaje[4] está la salvación del mundo”. Quizá éste sea el significado oculto del aullido del lobo, conocido desde tiempo inmemorial por las montañas, pero raramente percibido por los hombres.

[1] Traducción a cargo de Ultimo Reducto de “Thinking Like a Mountain” de Aldo Leopold, A Sand Country Almanac, Oxford University Press, 1949, págs. 129-133. N. del t.

[2] “Sage” en el original. Si bien “sage” significa “salvia” en inglés, es muy probable que Leopold aquí se estuviese refiriendo al “sagebrush” (Artemisia tridentata). N. del t.

[3] “Dustbowls” en el original. En referencia a una serie de tormentas de polvo denominada “Dustbowl”, causada en gran parte por la actividad agrícola en la zona de las grandes praderas, que arrasó el centro de los Estados Unidos entre 1932 y 1939. N. del t.

[4] “Wildness” en el original. Se refiere a la cualidad de ser salvaje, al carácter salvaje. N. del t.