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PRESENTACIÓN DE “DARWIN ENTRE LAS MÁQUINAS

El texto que presentamos a continuación no es un texto de ficción, sino una carta real y seria enviada a un periódico neozelandés en 1863. Fue escrita por Samuel Butler, alias Cellarius, un escritor británico del siglo XIX. Resulta sorprendente que en aquellos tiempos notablemente tecnooptimistas, cuando aún no se conocían muchos de los efectos negativos que la tecnología industrial tendría posteriormente en la Naturaleza y en el comportamiento de los seres humanos y cuando el rápido avance tecnológico solía ser ingenuamente visto como una gran promesa atendiendo sólo a las ventajas que parecía estar aportando a la humanidad, alguien ya vislumbrara algunos de los problemas que estaba comenzando a generar el progreso tecnológico. Pero aún más sorprendente resulta que ahora, 150 años después, con todo lo que ha sucedido y todo lo que ya se sabe al respecto, la mayoría de los seres humanos sigan sin ver ningún problema intrínseco en la tecnología moderna.

Por supuesto, el autor, como la inmensa mayoría de los intelectuales de entonces (y también de ahora), en realidad era un firme creyente en la idea de que la evolución implica progreso, mejora, “elevación” y en que el ser humano es el culmen de dicho proceso, el fin y propósito al cual la evolución estaba encaminada. Esto le lleva a hacer ciertas afirmaciones que hoy en día, a cualquiera que esté mínimamente informado acerca de estos asuntos o simplemente tenga un mínimo de luces, le pueden resultar chocantes y peregrinas, como considerar que unos seres vivos son “más evolucionados” que otros y, por tanto, que aquellos son superiores a éstos; o asegurar que la domesticación implica siempre una mejora de la calidad de vida de los seres sometidos a ella.

Sin embargo, pese a estos puntuales desbarros, el autor dio en el clavo a la hora de señalar la grave amenaza real que supone la probable sustitución de los seres humanos por las máquinas y de proponer la solución: declararles la guerra a muerte y destruirlas haciendo retroceder la sociedad a un nivel muy bajo de desarrollo tecnológico.


DARWIN ENTRE LAS MÁQUINAS[1]  

[Al redactor de Press, Christchurch, Nueva Zelanda, 13 de Junio, 1863].

Muy señor mío:

Hay pocas cosas de las cuales la presente generación pueda estar más justamente orgullosa que de las maravillosas mejoras que están aconteciendo diariamente en todo tipo de aplicaciones mecánicas. Y, de hecho, esto es algo de lo que congratularse enormemente en muchos aspectos. No es necesario mencionarlos aquí, porque son suficientemente obvios. Lo que nos lleva a escribir la presente carta son ciertas consideraciones que podrían de algún modo tender a moderar nuestro orgullo y a hacernos pensar seriamente acerca de las perspectivas de futuro de la raza humana. Si nos retrotraemos a los más tempranos y primordiales tipos de vida mecánica, a la palanca, la cuña, el plano inclinado, el tornillo y la polea, o (porque la analogía nos llevaría un paso más allá) a aquel tipo primordial a partir del cual todo el reino mecánico se ha desarrollado, nos referimos a la palanca misma, y si examinamos entonces la maquinaria del Great Eastern[2] quedaremos casi pasmados frente al vasto desarrollo del mundo mecánico, frente a los gigantescos pasos con que ha avanzado en comparación con el lento progreso del reino animal y vegetal. Nos resultará imposible no preguntarnos cuál va a ser el final de este poderoso movimiento. ¿En qué dirección está tendiendo? ¿Cuál será su resultado? Indicar hacia dónde pueden ir encaminadas las respuestas a estas preguntas es el objeto de la presente carta.

Hemos usado las expresiones “vida mecánica”, “el reino mecánico”, “el mundo mecánico” y similares, y lo hemos hecho así deliberadamente, ya que al igual que el reino vegetal se desarrolló lentamente a partir de lo mineral y, de un modo similar, lo animal sobrevino tras lo vegetal, así ahora, en estos últimos tiempos, ha surgido un nuevo reino completamente nuevo, del cual hasta el momento sólo hemos visto lo que algún día serán considerados los prototipos antediluvianos de su raza.  

Lamentamos profundamente que nuestro conocimiento, tanto de historia natural como de mecánica, sea demasiado pequeño como para capacitarnos para llevar a cabo la gigantesca tarea de clasificar las máquinas en géneros y subgéneros, especies, variedades y subvariedades, etc.; para rastrear los vínculos que conectan entre sí máquinas de caracteres ampliamente diferentes; para señalar cómo la subordinación a su uso por parte del hombre ha jugado entre las máquinas el papel que la selección natural ha ejercido en los reinos animal y vegetal; para señalar los órganos rudimentarios que existen aún en unas pocas máquinas, débilmente desarrollados y totalmente inútiles, aunque sirven para indicar que descienden de algún tipo ancestral que o bien ha perecido o bien ha sido transformado en una nueva fase de la existencia mecánica. Sólo podemos presentar este campo de investigación; deberá ser estudiado por otros cuya educación y talento sean de un orden superior al alcanzado por nosotros.

Nos hemos decidido a aventurar unas pocas pistas, aunque lo hagamos con la más profunda inseguridad. Primeramente, haríamos hincapié en que del mismo modo que los vertebrados más inferiores lograron alcanzar un tamaño muy grande que ha ido disminuyendo en los vertebrados vivos que presentan un mayor grado de organización, así a menudo una disminución del tamaño de las máquinas ha acompañado a su desarrollo y progreso. Tómese por ejemplo el reloj de bolsillo. Examínese la bella estructura de este pequeño animal, obsérvese el inteligente juego de diminutos miembros que lo componen; sin embargo, esta pequeña criatura no es más que un desarrollo de los voluminosos relojes de pie del siglo trece –no es una degeneración de los mismos. Llegará el día en que los relojes de pie, que ciertamente a día de hoy no están disminuyendo de tamaño, puede que sean completamente desbancados por el uso universal de relojes de bolsillo. En tal caso los relojes de pie se extinguirán como los primeros saurios, mientras el reloj de bolsillo (cuya tendencia durante años ha ido más encaminada a disminuir en tamaño que a lo contrario) será el único tipo que quede de una raza extinta.

Por tanto las maneras de ver la maquinaria que estamos indicando débilmente sugerirán la solución a una de las más grandes y más misteriosas preguntas de la actualidad. Nos referimos a la pregunta: ¿Qué tipo de criatura es más probable que sea la sucesora del hombre en la supremacía sobre la tierra? Hemos oído a menudo debatir acerca de esto; pero nos parece que nosotros mismos estamos creando nuestras propias sucesoras; día a día estamos haciendo que su organización física sea cada vez más bella y delicada; cada día estamos dándolas más poder, y las otorgamos ese poder autorregulado y autoactuante, que será para ellas lo que el intelecto ha sido para la raza humana, mediante todo tipo de artilugios. Con el paso del tiempo nos daremos cuenta de que nosotros nos habremos convertido en la raza inferior. Inferior en poder, inferior en esa cualidad moral que es el autocontrol, levantaremos la vista hacia ellas y las veremos como la cima de todo aquello a lo que el mejor y más sabio de los hombres podrá alguna vez osar aspirar. Ninguna mala pasión, ni celos, ni avaricia, ni deseos impuros  perturbarán el poderío sereno de esas gloriosas criaturas. El pecado, la vergüenza y el pesar no tendrían cabida entre ellas. Sus mentes estarán en un estado de perpetua calma, la satisfacción de un espíritu que no conoce los deseos, que no es perturbado por los remordimientos. La ambición nunca las torturará. La ingratitud no las hará sentirse incómodas ni por un momento. La consciencia de la culpa, la esperanza pospuesta, el dolor del exilio, la insolencia de quien ocupa un cargo y el desprecio que conllevan los méritos inmerecidos –serán todos ellos desconocidos para ellas. Si requieren “alimentación” (mediante el uso de esta misma palabra estamos delatando nuestro reconocimiento de que son organismos vivos) serán atendidas por pacientes esclavos cuya labor e interés, a cambio de nada, será ver qué desean. Si dejan de funcionar serán rápidamente atendidas por médicos que estén completamente familiarizados con su constitución; si mueren, porque hasta estos gloriosos animales no estarán exentos de esa consumación necesaria y universal, entrarán inmediatamente en una nueva fase de la existencia, porque ¿qué máquina muere totalmente en todas sus partes a la vez y en un mismo instante?

Damos por hecho que, cuando llegue el estado de cosas que hemos tratado de describir en el párrafo anterior, el hombre se habrá convertido para la máquina en lo que el caballo y el perro son ahora para el hombre. Seguirá existiendo, mejor dicho mejorando incluso, ya que probablemente estará mejor en este estado de domesticación bajo el benevolente gobierno de las máquinas que en el estado salvaje en que se halla ahora. Tratamos a nuestros caballos, perros, gatos, vacas y ovejas, en general, con gran amabilidad; les damos todo lo que la experiencia nos ha enseñado que es lo mejor para ellos, y no hay duda de que nuestro consumo de carne ha incrementado la felicidad de los animales inferiores mucho más de lo que la ha reducido; de modo similar es razonable suponer que las máquinas nos tratarán amablemente, ya que su existencia es tan dependiente de nosotros como la nuestra lo es de los animales inferiores. No podrán matarnos y comernos como hacemos nosotros con las ovejas; no sólo necesitarán nuestros servicios para parir a sus descendientes (esta rama de su economía permanecerá siempre en nuestras manos), sino que también nos necesitarán para que las alimentemos, para que las arreglemos cuando se pongan enfermas y para que enterremos a sus muertos o para que transformemos sus cadáveres en nuevas máquinas. Es obvio que si todos los animales de Gran Bretaña excepto el hombre muriesen, y que si a la vez todo intercambio con países extranjeros se hiciese completamente imposible por algún tipo de catástrofe repentina, es obvio que bajo tales circunstancias la pérdida de vidas humanas sería espantosa –del mismo modo, si la humanidad dejase de existir, las máquinas estarían en una situación tan mala o incluso peor.  El hecho es que nuestros intereses son inseparables de los de ellas, y los suyos de los nuestros. Cada raza es dependiente de la otra para obtener innumerables beneficios y, hasta que los órganos reproductivos de las máquinas se hayan desarrollado de un modo que aún apenas somos capaces de concebir, seguirán siendo completamente dependientes del hombre aunque sólo sea para la continuación de su especie. Es verdad que dichos órganos puede que acaben desarrollándose finalmente, ya que el interés del hombre recae en esa dirección; no existe nada que nuestra caprichosa raza desee más que ver una unión fértil entre dos máquinas de vapor; es cierto que la maquinaria está siendo empleada ya en estos tiempos para engendrar más maquinaria, para convertir a las máquinas en progenitoras de máquinas que a menudo son de su propio tipo, pero los días en que se dé un flirteo, un cortejo y un matrimonio entre ellas parecen aún muy remotos y de hecho apenas pueden ser concebidos por nuestra débil e imperfecta imaginación.

Cada día, sin embargo, las máquinas van ganándonos terreno; cada día vamos quedando más subordinados a ellas; cada día más hombres quedan sometidos como esclavos de ellas; cada día más hombres están dedicando las energías de toda su vida al desarrollo de la vida mecánica. El tiempo dirá cuál será el resultado de todo esto, pero ninguna persona con una mente verdaderamente filosófica puede poner en cuestión ni por un momento que llegará un día en que las máquinas ejercerán una supremacía real sobre el mundo y sus habitantes.

Nuestra opinión es que debería ser proclamada inmediatamente la guerra a muerte contra ellas. Toda máquina de cualquier tipo debería ser destruida por aquellos hombres que amen a su propia especie. Que no se hagan excepciones, que no se las dé cuartel; volvamos de una vez al estado primitivo de la raza. Si se objeta que esto es imposible en las condiciones actuales de la humanidad, esto mismo demuestra que el daño está ya causado, que nuestra servidumbre ha comenzado de veras, que hemos criado una raza de seres que se halla más allá de nuestro poder para destruirla, y que no sólo estamos esclavizados sino que estamos absolutamente conformes con nuestras ataduras.

De momento dejaremos este tema, que presentamos gratuitamente a los miembros de la Philosophical Society. Si dan su consentimiento para hacer uso del vasto campo de estudio que hemos señalado, procuraremos trabajar en él en un futuro durante un periodo indefinido.

Atentamente,

Cellarius


[1] Traducción a cargo de Último Reducto de la carta “Darwin Among Machines” de Samuel Butler (alias Cellarius) dirigida al periódico neozelandés Press (Press, 1863, páginas 180-185). Nota del traductor.

[2] El Great Eastern fue un trasatlántico inglés propulsado por vapor y velas construido en 1858. N. del t.