Factfulness

(Reseña del libro de Hans Rosling, a cargo de Qpooqpoo)

Nota: aquí meramente aparece nuestra presentación de la reseña. Para poder leer la reseña completa en formato pdf basta con hacer clic en el título del libro.

English version

 

La siguiente reseña pone al descubierto los trucos intelectuales usados por ciertos autores para aparentemente demostrar de forma “objetiva” la existencia del progreso (véase nota de pie de página 29). El progreso es un concepto moral (implica inevitablemente una valoración: que el desarrollo social, cultural, moral, “espiritual”, científico y/o tecnológico es algo bueno, que constituye una mejora), no una mera descripción de los hechos y, por tanto, tratar de demostrar la existencia objetiva del progreso confundiendo éste con el mero desarrollo, es confundir los juicios de valor con las descripciones, el “debe ser” con el “es”. Que la civilización ha crecido a lo largo de la historia, es un hecho obvio, pero considerar este hecho como bueno, malo o neutro no es algo que se pueda inferir de forma lógica a partir de ese mero hecho (ni de ningún otro). Es una cuestión de valores que en el fondo no depende de los hechos empíricos. Y ésta es la trampa principal de autores como Rosling, presentar como meros hechos lo que en realidad va más allá de los hechos: las valoraciones morales. En este sentido, todo esfuerzo es poco a la hora de desenmascarar a este tipo de propagandistas de la civilización industrial y la reseña de Qpooqpoo es bien recibida y muy digna de ser tomada en consideración.

Sin embargo, hay dos aspectos en los que el autor de la reseña podría haber hilado más fino y haber evitado caer en lo que básicamente son dos ingenuidades:

1.  Dar por buenos ciertos datos aportados por “el enemigo”: parece ser que el autor de la reseña cree ciertamente en lo que dicen las encuestas acerca de la actitud de la gente hacia el progreso en las que supuestamente se basa Rosling. Pero si hay algo de lo que se debe desconfiar hoy en día son las encuestas y estadísticas. Así, tanto el uno como el otro creen que “la gente” ha dejado de creer en el progreso, que desconfía del desarrollo tecnológico y que siente que éste nos lleva al desastre. El uno para justificar su libro, el otro para reafirmar su crítica. Pero, para empezar, ¿qué significa “la gente” aquí? ¿La mayoría? ¿Gran parte de la población? ¿Una gran minoría? ¿Unos pocos? Porque en cualquiera de estos casos estaríamos hablando de “la gente”. En el caso que nos ocupa, es de sospechar que ambos consideran que “la gente” de la que hablan es o bien la mayoría, o bien al menos una parte significativa de la población. Sin embargo, esto es algo más que dudoso. La inmensa mayoría de la población no cuestiona el progreso en absoluto, no es crítica con el desarrollo y menos aún lo rechaza. Y muchos de ellos incluso lo defienden fervientemente. Determinar si esto se debe al condicionamiento que sufren por parte del sistema tecnoindustrial o a sus tendencias y limitaciones psicológicas naturales (o a ambos y en qué medida), es lo de menos en este caso. Lo importante es ser capaces de reconocer el hecho en sí. Porque equivocarse a la hora de determinar este tipo de hechos fundamentales puede tener graves consecuencias a nivel estratégico. La estrategia por la que se opte a la hora de tratar de combatir la sociedad tecnoindustrial dependerá mucho de qué asunciones básicas se realicen en lo referente a la actitud general de la gente frente al progreso y la tecnología moderna. Y esta estrategia es determinante a la hora de tener alguna opción de éxito en dicha lucha. Si uno empieza equivocándose en cuanto a la actitud general de la gente respecto al desarrollo tecnológico y social, empieza mal.

2.  Fiarse acríticamente de los testimonios etnográficos: a la hora de contrarrestar los argumentos progresistas a favor del desarrollo tecnológico y social hay que ser muy cautelosos y, para ello, tratar de aportar argumentos, hechos y pruebas sólidos que resulten irrefutables, no datos cuyas fuentes y objetividad sean más que cuestionables, ni razones basadas en los valores del enemigo. Y por desgracia esto es lo que sucede cuando los argumentos tecnófilos y progresistas se tratan de contrarrestar con afirmaciones, datos y fuentes antropológicas de dudosa validez acerca de los primitivos. Para empezar, uno no debería nunca fiarse alegremente de las descripciones que los antropólogos, etnógrafos y otros testigos civilizados hacen de los modos de vida primitivos. Es más que probable que dichas descripciones estén fuertemente condicionadas por los propios valores, cultura, ideología, emociones subjetivas, etc. de dichos testigos. Es más, en el caso concreto de Everett y Turnbull, esta influencia de la subjetividad, la cultura y la ideología es un hecho palmario. Everett es un exmisionero lingüista, de esos que van a la Amazonía a aprender los idiomas nativos para poder traducir la Biblia y cristianizar (léase civilizar) a los indígenas. Y, aunque parece ser que perdió la fe mientras convivía con los indios, resulta evidente que ciertos residuos de su ideología cristiana siguen estando muy presentes a lo largo del libro citado e influencian profundamente sus interpretaciones de los hechos. Es decir, el conocimiento científico y la objetividad no fueron precisamente las principales motivaciones de Everett. Turnbull, por su parte, es un antropólogo izquierdista cuyas idealizadas observaciones han sido puestas en duda posteriormente por otros antropólogos.[1]

Además, extraer conclusiones generales a partir de las características concretas mostradas por un número reducido de casos particulares es siempre excesivamente arriesgado. Los pirahã o los mbuti no constituyen todos los primitivos que existen o han existido. Ni siquiera seguramente podrían considerarse muestras representativas de los mismos.

Pero es que aunque ambos testimonios fuesen de fiar y esos dos pueblos primitivos fuesen representativos de los primitivos en general, los valores en que ambos autores basan sus juicios acerca de los primitivos son más que dudosos. ¿Qué demonios significa “felicidad” en este caso? La “felicidad” es un valor excesivamente vago que significa diferentes cosas para diferentes personas. De hecho, hoy en día, la noción más extendida de “felicidad” es la total ausencia de “preocupaciones”, problemas, dificultades, incomodidad, dolor y conflictos y/o el continuo disfrute hedonista de diversos placeres. Y, de hecho, debido a estar tan extendida, esta misma noción cultural moderna, simplona, tontorrona y degenerada de entender la “felicidad”, es la que probablemente vendrá a la mente de muchos lectores al leer que los primitivos eran “felices” (más cuando el propio Everett nos trata de hacer creer que los pirahã carecen de un término para la denominar la “preocupación”)[2]. En la actualidad, pocos pensarán simplemente en la satisfacción con uno mismo y/o en la ausencia de trastornos psicológicos graves cuando lean “felicidad”.

Así pues, lo único sensato e infalible a la hora de hacer afirmaciones acerca de los pueblos primitivos es señalar que su nivel de desarrollo tecnológico y social (es decir, su tamaño y densidad demográficos, la complejidad de sus formas de organización social y de sus herramientas, y la extensión geográfica de sus asentamientos) era mucho menor que el de la sociedad tecnoindustrial, y que ello les impedía causar tanto daño a los ecosistemas salvajes y a la psicología humana como lo hace la sociedad tecnoindustrial. Esto es un hecho impepinable que choca de pleno con los fundamentos humanistas y progresistas. El resto de argumentos, basados en las supuestas virtudes de algunas sociedades preindustriales, son cuando menos dudosos, y normalmente demasiado fáciles de contrarrestar con acusaciones de falta de objetividad e idealización.

[1] Véase, por ejemplo, Robert. B. Edgerton, Sick Societies: Challenging the Myth of Primitive Harmony, Nueva York: Free Press, 1992, pág. 6. Evidentemente, también cabe dudar seriamente de la objetividad e imparcialidad de Edgerton pero, precisamente, esto no haría más que reafirmar el hecho de que los argumentos antropológicos tienen una muy limitada validez a la hora de criticar la civilización y la sociedad tecnoindustrial. Que Edgerton sea un sinvergüenza que trata de dar una imagen excesivamente mala de la vida primitiva no implica que Turnbull fuese realmente objetivo o fiable al describirla.

[2] El hecho de que en un idioma no exista una palabra para denominar una cosa no implica que dicha cosa no exista en las circunstancias de la sociedad que habla dicho idioma. Ni implica que los hablantes de ese idioma no conozcan esa cosa (aunque no sean capaces de nombrarla). El lenguaje no es la realidad. De hecho, es de suponer que en ciertas ocasiones, como por ejemplo ante ciertas amenazas o peligros, los pirahã sintiesen cierto grado de “preocupación”. ¡Como cualquier ser humano sano! Y si no fuese así, ello lo único que indicaría sería un problema, no una situación envidiable. Otra cosa muy distinta es que quizá los pirahã no se obsesionen con los problemas de su vida cotidiana o que no sientan ansiedad a causa de ellos. E incluso esto habría que ver si se cumple en todos y cada uno de los casos siempre; la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia.