Economía para el futuro
Por N. J. Hagens
De nuevo presentamos un texto perteneciente a la corriente decrecionista, y por tanto, con los típicos defectos de la misma. Pero antes de entrar a comentar dichos defectos, veamos qué le vemos de valioso a este artículo y por qué lo publicamos.
El motivo es también el mismo que nos lleva a publicar a veces otros textos de la misma corriente, el decrecionismo: la tendencia de dicha corriente a tratar de tener en cuenta algunos de los determinantes y límites materiales (lo que ellos llaman los aspectos “biofísicos”) que condicionan el desarrollo de los sistemas sociales humanos en general y de la sociedad tecnoindustrial en particular. Creemos que esto es fundamental a la hora de tratar de entender (y más aún de combatir) la sociedad tecnoindustrial y su desarrollo, por lo que los análisis de los decrecionistas, a pesar de todas sus limitaciones y errores, pueden señalar ciertos aspectos dignos de ser tenidos en cuenta y que hacen que quizá merezca la pena leer al menos algunos de dichos análisis.
Por lo demás, la lista de errores de este texto en concreto es larga. Muchos de los errores del autor (idealización del igualitarismo primitivo, teoría de la acumulación de excedentes como origen de los problemas sociales, confusión entre sistema social y subsistema económico, etc.) ya los hemos comentado en otras ocasiones para otros textos de la corriente decrecionista, así que en esta presentación nos referiremos sólo a algunos:
- En la típica línea izquierdista del decrecionismo, el autor afirma que la desigualdad e injusticia en la distribución de la riqueza e ingresos es creciente en la sociedad moderna actual. Lo mismo que lo son, según él, la violencia y la “tensión”. En realidad, este tipo de creencias se basa más en la conveniencia política (es decir, sirve para justificar y reforzar ciertas creencias o inclinaciones políticas previas del autor) que en los hechos. La sociedad tecnoindustrial moderna es probablemente la sociedad menos violenta de la historia y aquella en la que menos conflictos serios y violentos (¿“tensiones”?) se producen. Y a su vez, la sociedad actual es la sociedad en la que el acceso a los bienes y servicios (o nivel de vida) por parte de las clases económicamente más desfavorecidas es el mayor de toda la historia, como el propio autor reconoce (“en las economías avanzadas la mayoría del 20% más pobre de la población vive vidas materialmente más ricas que las de la clase media de principios del siglo XX”), independientemente de si a nivel comparativo existe una desigualdad creciente entre “ricos” y “pobres” (cosa que también sería más que discutible).
- Las ideas del autor de que “podríamos usar ciertamente energías renovables intermitentes de formas que aún podrían alimentar a una gran civilización”; “desarrollar un sistema económico más inteligente”; “gestionar conscientemente nuestra energía y materiales de baja entropía para construir infraestructuras renovables y una sociedad basada en gran medida en los flujos de los ecosistemas”; “realizar planes a largo plazo para la producción energética”; “seguir caminos creativos de mitigación y planificación en un futuro fuera del –o en paralelo al- conjunto del Superorganismo humano”; “movernos hacia un sistema más lento e inteligente y menos dañino”; “necesitamos un programa vinculado a la ciencia que describa cómo podría surgir de esta Gran Simplificación un nuevo sistema económico basado en la realidad biofísica”; etc. son, como mínimo, meras quimeras fruto de su ingenuidad y de su amor a la civilización y miedo al colapso de la misma por encima de todas las cosas, incluida la autonomía de los ecosistemas y de la expresión de la naturaleza humana. Los sistemas sociales (incluidos sus subsistemas económicos) son en gran medida inherentemente impredecibles y, por tanto, su desarrollo futuro es prácticamente imposible de planificar y controlar. Soñar con construir sociedades “mejores” (sea lo que sea que se entienda por esto) es hacer castillos en el aire y evitar cobardemente enfrentarse al hecho de que cualquier forma de sociedad grande y compleja es de forma ineludible enormemente dañina tanto para la autonomía del mundo natural como para la verdadera libertad humana.
- El autor dice que las sociedades están cada vez más polarizadas, y que cada vez hay menos confianza en los gobiernos, los medios de comunicación y la ciencia. Dudamos seriamente que estas afirmaciones sean completamente ciertas. En muchos aspectos (los más importantes, de hecho), la población ni está polarizada ni desconfía de los gobiernos, los medios o los tecnocientíficos (que, por cierto, no son lo mismo que la “ciencia”). La aceptación y la falta de cuestionamiento acerca de ciertos asuntos (como por ejemplo, la supuesta bondad del desarrollo tecnológico) es casi total, no hay apenas opiniones discrepantes respecto de la corriente mayoritaria única acerca de dichos temas; ni mucho menos polarización -es decir una división de la población en dos grandes bloques o polos de opinión opuestos- acerca de ellos. Y en cuanto a la desconfianza respecto a los gobiernos, los medios de comunicación o los tecnocientíficos, ésta suele oscilar entre escasa e inexistente en la mayoría de la población, dependiendo del momento y del asunto particular de turno. Sea como sea, lo cierto es que a menudo las afirmaciones del autor al respecto, ni son lo suficientemente ciertas ni, si lo fuesen, ello sería siempre algo necesariamente tan malo como parece creer el autor.
- En cuanto a la tendencia natural de los seres humanos a la cooperación dentro de sus grupos de referencia, es necesario señalar que no todos los grupos sociales de referencia son igualmente naturales. El autor, al igual que algunos otros de los autores que le sirven de referencia (Gowdy, Krall, E. O. Wilson, David S. Wilson, Haidt, etc.), parece no llegar a percatarse totalmente de este hecho y acaba, por tanto, sugiriendo que los seres humanos somos “supersociales” o “extremadamente sociales” por naturaleza y que las sociedades de masas compuestas de miles o millones de seres humanos (lo que él llama el “Superorganismo”) son meramente el producto natural de nuestra naturaleza social. Para el autor, al igual que para muchos de los autores que toma como referencia, lo mismo da cooperar con un pequeño grupo de allegados que con una gran nación compuesta por millones de extraños. Para él todo es igualmente parte y resultado de nuestra naturaleza social. Sin embargo, esto no es así. Somos sociales por naturaleza, cierto, pero no somos ultrasociales por naturaleza, sino sólo forzadamente, de manera defectuosa y a un alto precio. Nuestra naturaleza social es bastante restringida y sólo está bien adaptada a los grupos sociales de referencia naturales (grupos de muy pequeño tamaño en los que sus miembros se conocen, interactúan y simpatizan entre sí: familias, amigos, pequeñas comunidades) y, por tanto, sólo funciona relativamente bien en ellos. En grupos sociales más grandes, su expresión es inadecuada y surgen problemas de adaptación que precisan de ingeniería social para tratar de ser contrarrestados y mantenidos bajo control. Porque, al contrario que sucede con los insectos sociales, los grupos sociales humanos de gran tamaño no son el producto natural de nuestra naturaleza social sino la consecuencia de ciertos otros factores materiales (básicamente de la abundancia de recursos alimenticios y de sus efectos en la demografía) y de los procesos de retroalimentación positiva que éstos desencadenan en las sociedades humanas y que a su vez actúan sobre la expresión de nuestra naturaleza social, forzándola. El autor no parece tener todo esto lo suficientemente claro y no siempre parece ver el “Superorganismo” como algo malo o el carácter “tribal” de los seres humanos (su tendencia a preferir cooperar con el grupo social de referencia natural y a desconfiar de quienes no pertenecen a él) como una parte valiosa y respetable de la naturaleza humana, que inevitablemente forma parte de nuestra humanidad y que no deberíamos perder.
- En muchas ocasiones el autor pasa de refilón sobre muchos asuntos que quizá debería haber dedicado un poco más de tiempo a explicar mejor. El caso de las diferencias en los ingresos relativos y absolutos y sus efectos psicosociales (percepción del estatus) es un ejemplo. Sea como sea, una cosa que no deja clara es que el asunto del estatus en los seres humanos de cualquier sociedad es bastante complejo y no depende meramente (o a veces nada en absoluto) del nivel de ingresos, ni relativo ni absoluto.
Y, por cierto, los problemas sociales y los comportamientos “adversos” (¿para quién o para qué son “adversos”?) en los seres humanos no derivan exclusiva ni necesariamente de las diferencias de estatus o de la incapacidad para conseguirlo o mantenerlo, sino en gran medida de la mala adaptación a la vida en sociedades de masas y altamente desarrolladas en general.
Otro ejemplo de la poca claridad de Hagens a la hora de expresarse sería cuando dice que “La palabra ‘colapso’ infunde una finalidad. Asimismo suena a binaria –sí o no-”. ¿De qué manera la palabra “colapso” infunde “finalidad” y qué demonios significa que “suena a binaria”? El autor no lo explica.
- Es dudoso que la “felicidad” de sus miembros sea un buen criterio para evaluar la calidad de un sistema social. Primero, la “felicidad” es algo que la mayoría de quienes la toman como valor fundamental no se suelen molestar siquiera en tratar de definir mínimamente. ¿Qué es la “felicidad”? ¿Es el bienestar físico y mental (como parece creer el autor)? ¿Es estar satisfecho con uno mismo? ¿Es estar contento con las circunstancias en que uno vive y con el mundo que le rodea? ¿Es estar siempre alegre y nunca triste (como parece creer la mayoría de quienes hoy en día se refieren trivialmente a ella)? ¿Son todas estas cosas o varias de ellas a la vez? De hecho, el autor, no sólo no la define sino que se conforma meramente con asumir la supuesta medida de la apreciación subjetiva de la misma (que no se refiere siquiera a medir si la gente es de hecho más o menos feliz, sino meramente a medir la cantidad de quienes dicen que los son). Y para continuar, aunque la felicidad pudiese ser bien definida y fuese un valor aceptable como criterio para evaluar la calidad de una sociedad, otras cosas como la libertad (entendida como la autonomía en la expresión de la naturaleza humana) serían mucho más importantes, pero a menudo son consideradas secundarias o simplemente pasadas completamente por alto por aquellos que se centran en la “felicidad” o, para el caso, en el “bienestar”. Una sociedad puede estar compuesta de esclavos idiotas, felices y bien cuidados (especialmente si se les hace creer que son libres). Por último, la “felicidad” es un criterio extremadamente antropocéntrico que pasa por alto el impacto de las sociedades humanas en la Naturaleza. Una sociedad puede tener muchos seres humanos que digan/crean ser felices, o que incluso lo sean, y al mismo tiempo tener inevitablemente un enorme impacto negativo el mundo no humano.
- Aparte de lo ya comentado acerca de la “felicidad” humana, el concepto de “desarrollo humano” asociado a ella por el autor es especialmente despreciable, por varios motivos, entre los cuales destaca la asunción implícita de que el desarrollo es algo bueno (es decir, la idea de “progreso”). La idea del “desarrollo humano” es un intento de lavar la cara a ciertas formas de desarrollo supuestamente no materiales. Sin embargo, todo desarrollo implica crecimiento material y de la complejidad. Y todo crecimiento implica mayores impactos en la Naturaleza en general y en la autonomía de la expresión de la naturaleza humana (la verdadera libertad) en particular.
- En la nota 21, el autor demuestra tener cierta ingenua esperanza de que los “movimientos contraculturales” podrían quizá llegar a ser importantes a la hora de ayudar a encontrar una solución a los problemas asociados al “Superorganismo”. A no ser que el autor esté usando el término “contracultural” de un modo muy poco convencional, lo que la historia reciente demuestra es que los llamados “movimientos contraculturales” no han sido realmente tan contrarios al sistema o antagonistas como en principio pretendían ser. De hecho, en gran medida han sido cooptados por ese sistema o “cultura” a los que decían enfrentarse. Muchas de las cosas que hace varias décadas sólo defendían los movimientos contraculturales y que parecían ser “revolucionarias”, “radicales”, “contrarias a lo establecido”, etc. son algo mayoritariamente tolerado o incluso asumido en la sociedad tecnoindustrial actual, porque en realidad eran inofensivas para el sistema (meros aspectos estéticos, folklore o gestos simbólicos fácilmente integrables en la cultura imperante de la sociedad tecnoindustrial; o propuestas completamente inútiles e intrascendentes, sin ningún efecto en el curso general del sistema social), cuando no beneficiosas para su mantenimiento y desarrollo (es decir, reformismo). Y lo peor de todo es que muchos siguen creyendo aún que defendiéndolas están siendo rebeldes y yendo en contra del sistema.
- El autor dice que la meta cultural de la sociedad actual (el “Superorganismo”) es el crecimiento del PIB. En realidad aquí Hagens está confundiendo las metas y planes de algunos economistas y gestores del sistema con la supuesta meta del sistema social. Los sistemas sociales (o sociedades) son entes que en realidad carecen de consciencia y funcionan siguiendo pautas y dinámicas de manera automática. Por tanto, carecen de metas o planes, más allá de la tendencia automática a autoperpetuarse y expandirse mecánica y ciegamente. Y de hecho, paradójicamente, en algunos otros lugares del texto, Hagens reconoce que el “Superorganismo” es ciego y no tiene consciencia. Las metas las pueden tener sólo quienes pretenden dirigir y controlar el desarrollo de dicho sistema social. Pero como ya hemos visto, controlar el desarrollo de un sistema social a largo plazo es en gran medida imposible. O sea, que lo mismo dan las metas, planes o propósitos que esos gestores, o incluso la población en general, tengan con respecto a su sistema social, porque lo que al final suceda con esa sociedad tomada en su conjunto no dependerá apenas de la voluntad de esas personas sino ante todo de otros factores objetivos y en gran medida impredecibles. Dar tanta importancia a tomar o no el crecimiento del PIB (u otros indicadores) como meta es pasar por alto todos estos hechos materiales y caer en el idealismo (es decir, creer que lo que pase en una sociedad es principalmente el resultado de las ideas, metas y voluntades de parte -o toda- su población).
- Peor aún si cabe es la expresión “progreso cultural”, que delata claramente al autor como progresista, es decir creyente en la idea de “progreso” y defensor de la misma, aunque trate eufemísticamente de suavizarlo añadiéndole el adjetivo “cultural”. Para empezar, la idea de “progreso”, es decir, la creencia en que el desarrollo (social, tecnológico, moral, cultural o lo que sea) es una mejora, una elevación, es en el fondo un juicio de valor y, como tal, carece de base empírica. Lo que los progresistas consideran mejoras puede igualmente ser visto como empeoramientos. Todo depende de los valores que se tomen como referencia. Luego el problema no es sólo tomar como meta el crecimiento del PIB, también lo sería tomar como meta el crecimiento de cualquier otra forma de medir el desarrollo social. Porque todas las formas de evaluar el desarrollo siempre se basan en la noción de “progreso” y para ello siempre ensalzan ciertas “mejoras” pero pasan por alto o subestiman ciertos empeoramientos. Por ejemplo, normalmente estos progresistas toman el grado de alfabetización de la población como un indicador de progreso, porque un alto grado de alfabetización supuestamente implica muchas ventajas para dicha población (por ejemplo: acceso a empleos mejor pagados y con ello a un mayor nivel de vida, acceso a medios de comunicación y ocio escritos, mejor acceso a la información y el conocimiento en general, mayor capacidad para desenvolverse en la sociedad moderna en general, etc.), pero no tienen en cuenta las desventajas que ello conlleva (por ejemplo: mayor susceptibilidad a la manipulación ideológica y psicológica sutil a través de los medios escritos; necesidad de que los individuos pasen, a menudo a regañadientes, por un largo y farragoso proceso de aprendizaje -la educación- simplemente para poder sobrevivir en esta sociedad; etc.), ni mucho menos los impactos que ello supone para el mundo natural (por ejemplo: mayor demanda y consumo de bienes y servicios en general, y de medios escritos en particular, con el consiguiente impacto en los ecosistemas que implica su producción, distribución/difusión y eliminación).
- Otra cosa que merece la pena señalar es que Hagens reduce el problema de la superpoblación a un asunto de mera economía, o incluso de mero consumo. Básicamente dice que la sociedad moderna (el “Superorganismo”) necesita consumidores y por eso fomenta la superpoblación. Sin embargo, el problema de la superpoblación humana y sus causas es mucho más amplio y complejo y sus orígenes y primeros estadios se remontan incluso a épocas anteriores no ya a la sociedad tecnoindustrial moderna, sino a la civilización en general, con lo que la explicación basada meramente en producir masas de consumidores modernos deja mucho sin explicar.
- El autor dice que “es muy probable que tengamos que solucionar los problemas sociales y financieros primero, antes de que podamos integrar asuntos con un horizonte temporal más amplio, como los relacionados con los ecosistemas y con unas aspiraciones culturales más benignas”, pero cabe señalar que en el caso de que nos centremos prioritariamente en resolver los problemas sociales y financieros, puede que entonces ya nunca podamos llegar a un “horizonte temporal más amplio” (largo plazo) y resolver los problemas ecológicos. La prioridad debería ser más bien la contraria a la planteada por Hagens.
- Hablando de prioridades, al final del texto, las intenciones reformistas del autor se hacen claramente patentes, dejando ver a las claras cuáles son sus valores y metas principales. Básicamente, el autor trata de salvar y perpetuar la civilización industrial haciéndola sostenible, de menor escala y más simple. Para ello señala ciertos aspectos a tener en cuenta y plantea una serie de sugerencias, como la necesidad de preparar física y psicológicamente a la población o crear estructuras de “sostén social” para que la transición sea “menos dolorosa” y socialmente más justa. Sobre todo, a estos decrecionistas y “economistas ecológicos” lo que les preocupa es evitar a toda costa el colapso (es decir, una reducción drástica, destructiva y descontrolada, del tamaño y la complejidad sociales), no sólo por el miedo a las repercusiones del mismo en la población humana, sino porque lo que más les importa es salvar de la desaparición los supuestos logros culturales conseguidos por el “Superorganismo”. Para ello, este tipo de gente es capaz de creer y defender cualquier cosa, por ilusoria, disparatada e inviable que resulte en realidad. Porque aceptar los hechos les resulta aún más terrible que los supuestos problemas a los que dicen querer enfrentarse. Para los “economistas ecológicos”, verdades como que no se puede desviar el rumbo del desarrollo de un sistema social de forma controlada para construir una nueva sociedad ideal, debido a la impredecibilidad inherente a los procesos y sistemas complejos; que por tanto, todo intento de “mejorar” una sociedad o de crear una nueva según un plan acabará fracasando en gran medida y por lo general acarreará consecuencias insospechadas y a menudo contrarias a los planes iniciales; que una sociedad no puede reducir realmente mucho su tamaño y complejidad de forma controlada, gradual, suave y lenta, sin acabar sufriendo un colapso de algún tipo de todos modos a partir de algún momento del proceso; que la civilización y sus presuntos logros son intrínsecamente incompatibles con la Naturaleza –incluida la naturaleza humana-; que el desarrollo, sea del tipo que sea, y por muy “humano” o “sostenible” que nos lo pinten, implica siempre crecimiento material; que, sea lo que sea que los decrecionistas y gentes semejantes propongan, la población nunca va a aceptarlo de forma voluntaria y consensuada -ni siquiera mayoritaria en muchos casos-; que las “respuestas sociales y técnicas” no son la solución (ni siquiera una ayuda necesaria) sino parte del problema; etc.; etc. son mucho más terribles y difíciles de asumir que las sandeces resobadas y complacientes que proponen: cosas tales como buscar el “reacoplamiento con la Naturaleza y los demás”; un “uso de recursos no renovables cada vez menor”; convencerse de que compatibilizar el “cuidado de los ecosistemas y las especies” con salvar el “acervo cultural y de conocimientos” de la civilización es “físicamente posible”; “aspirar a convertirnos como especie” en algo estupendo, aunque no se sabe bien qué (y miedo da pensarlo); crear airbags, ethos y programas sociales “basados en la previsión inteligente y sabia” que milagrosamente nos salven (o más bien salven a la civilización industrial) de los efectos destructivos del colapso; ser “comadronas de una llama [de la civilización] más pequeña”; etc. sea lo que sea que signifiquen, si es que significan algo.
Por último, y para que no todo sean comentarios negativos, hay que reconocer que cuando el autor señala que, “no es momento de minimizar nuestro impacto individual, que sólo constituye una pequeñísima fracción por valor de 1/8.000 millones del total del Superorganismo”, da de lleno en el clavo. ¡A ver si espabilan quienes siendo una pequeña minoría, plantean como “solución” ante los problemas generados por la sociedad tecnoindustrial adoptar cambios a nivel personal en sus modos de vida! Que los pocos individuos contrarios al “Superorganismo” que existen se obsesionen, por ejemplo, con tratar de no usar el ordenador, el coche o el teléfono, con reutilizar los materiales al máximo o con producir buena parte de su propio alimento, ropa o combustible no va a debilitar el sistema tecnoindustrial, pero sí que va a complicar innecesariamente sus vidas, drenando sus limitadas energías y tiempo y neutralizando en gran medida el potencial de dichos individuos para mostrar una oposición realmente eficaz a dicho sistema.