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Presentamos en esta ocasión una serie de artículos una escritos por la filósofa estadounidense Kate McFarland y publicados principalmente en su blog personal a lo largo de varios años. Aunque estén centrados en temas diferentes (la superpoblación, el “rewilding”, la contaminación lumínica del cielo nocturno, la evolución por selección natural, etc.) todos ellos tienen como nexo en común la puesta en valor de la autonomía de la Naturaleza salvaje y convergen en un pensamiento pocas veces expuesto de forma tan lógica y clara: la idea de que lo realmente importante a tener en cuenta a la hora de conservar de la Naturaleza es su autonomía, su carácter salvaje.
Además, en estos artículos la autora realiza algunas críticas poco habituales pero muy acertadas sobre diversos aspectos del movimiento conservacionista. Estos son algunos ejemplos:
- La autora crítica con gran atino la deriva que el movimiento a favor del “rewilding” ha tomado en Europa hasta convertirse en algo diametralmente opuesto (y contrario ideológicamente) a lo que el movimiento a favor del rewilding ha defendido desde sus inicios en Norteamérica.
- Al contrario que la mayor parte de los conservacionistas, McFarland se da cuenta de que el nivel de conservación de un ecosistema no puede basarse en un concepto tan simple como el de “biodiversidad”, sino que debe hacerlo en el carácter salvaje de los ecosistemas (ver más arriba) y explica por qué con gran claridad y lógica en varias ocasiones.
- Critica acertadamente el antropocentrismo en el que se basan algunos conservacionistas a la hora de defender la Naturaleza y otras cosas relacionadas con ella, como los servicios ecosistémicos. Y considera abiertamente que la autonomía de la Naturaleza tiene un valor intrínseco (debido a esto ella dice ser “ecocéntrica”, aunque, como explicaremos más adelante, en realidad no lo sea tanto como ella cree).
- De forma también muy poco habitual, lleva a menudo la lógica casi hasta sus últimas consecuencias en ciertos aspectos importantes, reconociendo incluso en alguna rara ocasión que nada que no sea el final de la civilización, o incluso de la humanidad, podrá realmente salvar a la Naturaleza salvaje en la Tierra.[1] Ésta es la conclusión lógica a la que debería llegar cualquiera que valore la autonomía de la Naturaleza (y muy especialmente aquellos que dicen querer preservar la Naturaleza salvaje y recuperarla) y sepa algo sobre el desarrollo de los sistemas sociales humanos a lo largo de la historia de nuestra especie y de cómo ha afectado éste a los ecosistemas. Y, sin embargo, casi nadie parece querer reconocer pública y abiertamente esta cuestión.
Sin embargo, a pesar de lo dicho hasta ahora, los artículos de McFarland que presentamos a continuación, también contienen una serie de defectos y errores ideológicos. Pasamos a comentar los más importantes:
1. Uno de los principales errores de la autora es que demuestra tener una noción voluntarista e idealista del ser humano y del desarrollo de las sociedades humanas. La autora parece creer que las causas principales de los problemas ecológicos son en el fondo las elecciones, actitudes e ideas equivocadas de los seres humanos. Y que, por tanto, la solución a dichos problemas pasa principalmente por que los seres humanos cambien sus elecciones, actitudes e ideas. Este es un defecto terriblemente extendido entre los conservacionistas y que en Naturaleza Indómita ya hemos criticado en múltiples ocasiones.
La autora, debido a su voluntarismo idealista y humanista, se equivoca al afirmar que nuestra intervención en el entorno es a menudo fruto de una elección o decisión premeditadas ya que, al afirmarlo, se basa en una visión irrealista tanto de los seres humanos (y de la naturaleza humana) como de los sistemas sociales y culturales creados por los seres humanos.
Para empezar, la autora, a pesar de su supuesto rechazo del antropocentrismo y de su supuesto “sentimentalismo” moral es aún demasiado humanista y, por tanto, tiene aún un concepto muy idealizado de los seres humanos: seres semidivinos con libre albedrío que actúan (o podrían actuar) siempre consciente e intencionadamente siguiendo estrictamente planes racionalmente prediseñados por ellos mismos. Es decir, seres que primero se piensan muy bien lo que van a hacer, luego deciden teniendo en cuenta esas reflexiones previas y por último actúan en consecuencia. Para la autora, los seres humanos somos siempre completamente racionales, seres que actuamos o podríamos actuar, tanto individual como colectivamente, de forma totalmente premeditada, consciente y voluntaria, con una intención clara y sabiendo bien lo que hacemos, por qué lo hacemos y las consecuencias de lo que hacemos, en todo momento. Así pues, según esta visión, las personas o los grupos pueden siempre decidir de antemano qué hacer o no y cómo, y hacerlo con plena consciencia de lo que hacen y de sus efectos y con total conocimiento de causa. Nada más lejos de la realidad. El comportamiento humano, en muchos casos, no tiene nada que ver con razonar y elegir a priori. De hecho, somos mayoritariamente irracionales (o al menos no-racionales) y actuamos en consecuencia. La mayoría de la gente, la mayoría del tiempo y en la mayoría de los temas (y especialmente en los que son abstractos y van más allá de lo inmediato) se comporta de forma no racional e irreflexiva, sin ser (totalmente) consciente de lo que hace, de qué le lleva a hacerlo, ni de las consecuencias de lo que hace (especialmente a largo plazo y más allá de lo más inmediato), y sin tener de antemano ninguna intención clara, premeditada, meticulosamente calculada y libremente decidida con independencia de las circunstancias materiales y de las tendencias sociales. La mayoría de la gente actúa en realidad y en última instancia en base a impulsos emocionales, instintos e intuiciones en gran medida inconscientes e inadvertidos y empujada de un modo u otro por las circunstancias, y no a elecciones o decisiones llevadas a cabo previamente, de forma completamente consciente, premeditada y reflexiva en base a razonamientos y cálculos y a una presunta voluntad independiente surgida de la nada.
Y para continuar, McFarland no tiene en cuenta que las voluntades y las ideas de los seres humanos no son las causas principales y últimas del rumbo que toma el desarrollo de los sistemas sociales. Especialmente a largo plazo y gran escala. Lo que determina dicho rumbo de manera fundamental son factores materiales y objetivos que en muchos casos son completamente independientes de la voluntad y la consciencia de los individuos. Los factores ideológicos y las intenciones subjetivas pueden ser, como mucho, factores secundarios y derivados, que pueden reforzar el efecto principal de los factores materiales, pero no anularlo ni suplantarlo de forma efectiva a gran escala y en el largo plazo. Por ejemplo, muchos de los impactos ecológicos del sistema tecnoindustrial no son buscados, ni siquiera aceptados de antemano como un mal previsto pero inevitable, sino que simplemente nadie piensa en ellos ni les da importancia hasta que suceden (y, a menudo, ni siquiera entonces); son efectos colaterales no buscados que surgen y, en todo caso, se aceptan y justifican a posteriori, tras llevarse a cabo acciones causantes que vienen determinadas e impuestas por las propias dinámicas del desarrollo del sistema tecnoindustrial. En muchos, si no la mayoría, de los casos, y especialmente en lo referente a las actuaciones colectivas, no existe ninguna capacidad real de elección previa entre diversas opciones de actuación ni una intención de destruir o subyugar la Naturaleza de antemano; actuamos impelidos por la necesidad generada por las propias circunstancias e inercia derivadas del desarrollo tecnológico y social previo y la consiguiente destrucción o subyugación de la Naturaleza es meramente un resultado, no tanto un propósito previo.
2. McFarland parece creer además que se puede planificar y controlar el desarrollo de un sistema social (por ejemplo, cuando habla de restringir voluntariamente la demografía en particular o la civilización industrial en general y conservar el resto del planeta como territorios salvajes), lo cual es otra falacia. Ningún plan diseñado de antemano para reducir intencionada y voluntariamente la natalidad en particular, o crear o controlar sistemas sociales ideales del tipo que sean en general, va a dar resultado, por el mero hecho de que el desarrollo de una sociedad, como el de cualquier otro sistema dinámico y complejo, es en gran medida intrínsecamente impredecible e incontrolable.
3. La autora menciona en varias ocasiones (por ejemplo, cuando dice que las megaconstelaciones de satélites artificiales no son necesarias porque no debería haber Internet en todas partes) que la utilización de la tecnología no debería ser obligatoria, aparentemente dando a entender, por tanto, que podría conseguirse que fuese opcional si se quisiese. Con esto demuestra no entender cómo funciona realmente la tecnología, los sistemas sociales determinados por ésta, ni el desarrollo de ambos. En realidad, aunque el uso de una tecnología sea opcional inicialmente, una vez que dicho uso se generaliza entre la población, esto modifica la sociedad de tal manera que dicha tecnología termina convirtiéndose en algo como mínimo necesario para desenvolverse en dicha sociedad (cuando no incluso obligatorio por ley). Es decir, la tecnología deja de ser una opción y pasa a convertirse en algo prácticamente imprescindible; o de lo que muy pocos pueden prescindir y sólo a un alto coste. Piénsese en cómo han modificado la sociedad, y se han impuesto, cosas como el automóvil, el teléfono móvil o Internet. Pretender que esto se puede evitar de algún modo sin eliminar dicha tecnología ni los sistemas sociales determinados por ella, es ser un incauto y un ignorante.
Eso sin tener en cuenta, además, que en el caso de las constelaciones de satélites, lo importante no es la cuestión de si algunos (muchos o pocos) individuos quieren o no (o tienen “derecho” o no a) tener conexión a Internet en alta mar o en zonas remotas. La verdadera causa fundamental de las megaconstelaciones de satélites y otras tecnologías similares, más que el deseo de la mayoría de tener acceso a Internet en todas partes y su falta de respeto al presunto “derecho” de una minoría a elegir no estar conectada, es la necesidad del sistema tecnoindustrial (impuesta por su propio proceso de desarrollo) de expandirse a zonas recónditas y colonizarlas y explotarlas más fácilmente. Dar cobertura de Internet a las zonas “inhabitables” puede que sea uno de los primeros pasos necesarios para “habitarlas” y “explotarlas”. La conexión a Internet en todas partes permitiría, por ejemplo, usar robots dirigidos a distancia por Internet para extraer minerales u otros recursos, o construir infraestructuras, etc. O simplemente mantener el contacto con los equipos humanos que se adentren en esas zonas remotas para explotarlas, evitando así muchos problemas técnicos previos debidos a la mala comunicación y aumentando su eficacia y seguridad.[2] De lo que trata todo esto es de que Internet y el sistema tecnoindustrial se expandan e impongan de forma más completa por todo el mundo. Y, además, de lo que se trata también es de lograr que toda la población acabe teniendo que estar conectada a la red y sea parte dependiente del sistema inevitable y completamente, no sólo a nivel material, sino también mental; de que no quede ningún sitio en el que pueda quedar algo o alguien desconectado, existiendo y pensando/sintiendo “aparte” del sistema tecnoindustrial, aunque sólo sea parcial o temporalmente. Se trata de hacer que no haya ninguna otra referencia, alternativa o escape reales. Y para ello, las empresas de telecomunicaciones han de ofrecer sus servicios en todas partes a quien sea que los solicite, desarrollando y aplicando la tecnología que sea necesaria. Satélites en este caso. Porque Internet (como cualquier otra tecnología moderna) en realidad no existe para servir a las personas, sino para servir al sistema tecnoindustrial, a su refuerzo, perpetuación y expansión (y si sirve a las personas también, es simplemente porque esto es, de momento, necesario para poder servir al sistema; y sólo en la medida en que lo sea). Y la autora todo esto (pensar de forma sistémica acerca de las sociedades humanas y su desarrollo) ni lo huele.
Así pues, perderse en disquisiciones acerca de las elecciones o de los “derechos” de la gente, tanto para explicar el problema como para solucionarlo, es estar muy despistado. McFarland, con su perspectiva voluntarista e idealista basada en considerar que las causas principales del impacto humano en la Naturaleza son las actitudes y decisiones de los individuos y los grupos humanos, no parece ver que la función última de Starlink y compañía es precisamente permitir que Internet o, más bien, el sistema tecnoindustrial en su conjunto[3] se perpetúen y se expandan. La autora, en cambio, está mientras tanto pensando ingenua y miopemente en las “necesidades”, “derechos”, elecciones y actitudes de la gente (o incluso sólo de los individuos), no en las necesidades y tendencias materiales del sistema tecnoindustrial.
Por tanto, cuando McFarland sugiere, o parece sugerir, que podríamos ponernos de acuerdo y decidir que no llegue Internet a ciertas zonas (o restringir voluntariamente el alcance e impacto de cualquier otra tecnología moderna), no hace más que caer en una ingenuidad. O al menos lo parece.[4]
4. Además, en varias ocasiones en sus textos McFarland parece sugerir que se podría conseguir que la existencia de la sociedad tecnoindustrial fuese compatible con la conservación de la Naturaleza salvaje, que podrían conservarse territorios salvajes libres de la injerencia de la sociedad tecnoindustrial a la vez que una población humana voluntariamente reducida podría seguir “disfrutando” de un modo de vida industrial y moderno con restricciones conscientemente autoimpuestas. De hecho, McFarland parece sugerir repetidamente que es posible no ya dejar que ciertas zonas sigan siendo salvajes, sino que la mitad o incluso la mayor parte del planeta lo vuelva a ser sin que la civilización industrial deje totalmente de existir.[5] Todo ello a pesar de que en la actualidad ya más de medio planeta está transformado y utilizado por y para los seres humanos (o, para ser más exactos, por y para la sociedad tecnoindustrial). Ésta creencia en la compatibilidad entre sistema tecnoindustrial y Naturaleza salvaje es algo habitual dentro del conservacionismo, pero es una creencia errónea que también hemos criticado en múltiples ocasiones desde Naturaleza Indómita. No basta con reducir o restringir la sociedad tecnoindustrial sólo hasta cierto punto, sin eliminarla completamente. Es o todo o nada. Primero, por mera física: ninguna sociedad puede ser a la vez industrial, de pequeña escala y no dañar los ecosistemas salvajes en absoluto. Las enormes cantidades de materia, energía y espacio que son necesarias para meramente mantener una sociedad tecnoindustrial (por autolimitada que esa sociedad pretenda ser) y las enormes cantidades de desechos que esto genera (por sostenible y “verde” que dicha sociedad pretenda ser), no surgirán de la nada ni desaparecerán en la nada, sino que precisamente procederán de la Naturaleza salvaje y volverán a ella, respectivamente, provocando así inevitablemente su destrucción y subyugación. Así que, por reducida que sea, una sociedad tecnoindustrial será siempre demasiado grande y causará demasiado daño a la Naturaleza desde un punto de vista que valore intrínsecamente la Naturaleza salvaje, como supuestamente es el de la autora. Y segundo, por principio: ¿cómo, desde una perspectiva basada en el valor intrínseco de la Naturaleza salvaje (lo que la autora llama “ecocentrismo”), se puede decidir qué grado de daño ecológico es aceptable y cuál no, sin traicionar esa misma perspectiva? ¿Cómo se decidirá, qué ecosistemas salvajes son sacrificables y cuáles no en aras del mantenimiento de la sociedad tecnoindustrial si todos tienen un valor intrínseco que no depende de si son o no útiles o necesarios para los seres humanos y sus sociedades?
5. Al hilo de lo anterior, la autora, en su habitual tono derrotista, llega a afirmar que si no es posible reducir la escala de las actividades humanas voluntariamente (la utopía de una civilización industrial milagrosamente autorrestringida rodeada de territorios salvajes) entonces la única esperanza es la completa extinción de nuestra especie.[6] Pero, en realidad, poner las esperanzas de supervivencia de lo salvaje en la Tierra en la extinción de nuestra especie es o bien poco realista o bien estúpido. Es poco probable que vaya a suceder a tiempo un desastre natural o artificial lo suficientemente grande como para acabar con todos los seres humanos y, a la vez, lo suficientemente pequeño como para que no se lleve por delante toda la biosfera y quede aún algo con vida para seguir evolucionando autónomamente. Y, desde luego, aunque la autora no lo proponga, sería completamente delirante creer que alguna vez vayamos a decidir de forma unánime extinguirnos y a cumplirlo voluntariamente, por ejemplo, suicidándonos en masa o siquiera dejando todos de reproducirnos. Y si la extinción nos llegase por medio de la sustitución por parte de las máquinas, cosa bastante más probable, esto en realidad supondría un gran avance en el desarrollo y expansión del sistema tecnoindustrial, no su reducción, lo cual no es precisamente esperanzador para la biosfera salvaje.
6. Cuando habla de la superpoblación humana y de la necesidad de reducir dicha población para que sea factible la preservación y recuperación de la Naturaleza salvaje, McFarland se limita a proponer la opción más políticamente correcta: reducir voluntariamente la natalidad. Sin embargo, hasta ahora la defensa de la reducción voluntaria de la natalidad no ha conseguido que la población humana mundial se reduzca (del mismo modo que, dicho sea de paso, tampoco ha funcionado la reducción de la natalidad impuesta por un gobierno) y, de hecho, la propia autora reconoce en sus textos que lo más probable es que no se vaya a lograr nada de ese modo.[7] En realidad, es más que probable que la única forma de lograr que la población humana se reduzca notablemente (requisito necesario, aunque seguramente no suficiente, para preservar la Naturaleza salvaje que queda en la Tierra) sea mediante un aumento drástico, y por supuesto no voluntario, de la mortalidad. Sin embargo, meramente plantear(se) esto, aunque sólo sea a modo de supuesto hipotético, es tabú para la inmensa mayoría de la gente, incluida la autora.
Además, en lo que respecta al asunto de la reducción voluntaria de la población, cabe destacar algo que la mayoría de quienes la plantean no suele tener en cuenta: que dicha reducción no serviría de nada si no va acompañada de una reducción drástica del nivel tecnológico, ya que el mero desarrollo y mantenimiento de la tecnología compleja consume una enorme cantidad de energía y materiales (y por lo tanto, conlleva un enorme impacto ecológico). Es decir, a no ser que la reducción de la población fuese tan acusada como para hacer imposible por sí misma la supervivencia del sistema tecnoindustrial, éste (y, por tanto, la tecnología compleja en que se basa) seguiría existiendo e incluso expandiéndose, con el consiguiente e inevitable impacto en la Naturaleza.
Por otro lado, adoptar voluntariamente a título personal la postura de no tener hijos (o de reducir el consumo; o de rechazar el uso de ciertas tecnologías; etc.) no es la solución a la superpoblación (o a los problemas ecológicos derivados de la producción y el consumo de bienes y servicios; del uso de tecnología moderna; etc.), aunque sólo sea por mera estadística: los que la adopten serán siempre una pequeñísima minoría que no afectará al curso del desarrollo de la sociedad. La autora, como probablemente la mayoría de aquellos que se preocupan seriamente por asuntos ecológicos y se declaran “ecocéntricos”, tiende a proponer y considerar válidas (sobreestimar, de hecho) las actuaciones a nivel individual en la propia esfera personal. Es el infame “todo suma”. Sin embargo, en realidad, lo que haga en sus vidas privadas una pequeña minoría sin poder (porque aquellos que realmente se preocupan por estos asuntos son, en comparación con el grueso de la población, una pequeña minoría sin apenas influencia) es estadísticamente intrascendente en la práctica a la hora de influir en el curso del desarrollo de la sociedad tecnoindustrial. Eso cuando lo que hacen a nivel personal no son meras chorradas sin pies ni cabeza o incluso actuaciones “verdes” a favor del sostenimiento del sistema tecnoindustrial. Y la autora, licenciada en matemáticas, debería saberlo.
Además, la inmensa mayoría de la gente, a no ser que se usase un enorme aparato propagandístico para lavarle el cerebro y hacer que se negase a reproducirse (o a consumir; o a usar ciertas tecnologías; etc.), no adoptaría por las buenas esa opción. Y usar ese aparato propagandístico (en caso de que existiese y realmente funcionase a largo plazo), no es algo que quienes cuestionan la superpoblación tengan a su alcance, además de que, entre otras cosas, implicaría paradójicamente mantener indefinidamente la sociedad tecnoindustrial que genera los impactos que se pretenderían evitar usando ese medio.
Por lo tanto, por suerte o por desgracia, la solución no va a poder ser una ecotecnoutopía (como una supuesta civilización industrial voluntariamente reducida y “ecosostenible” que mágicamente preservaría en estado salvaje “medio planeta” o más). Ni tampoco seguramente venga a través de la extinción o de una reducción lo suficientemente extrema (al menos tan grande y rápida como para impedir que la sociedad tecnoindustrial se mantenga) de la cantidad de miembros de nuestra especie. La solución a cómo reducir suficientemente la escala de las actividades humanas para conservar la Naturaleza salvaje en el planeta tendrá que venir por otra vía, y, como hemos dicho en múltiples ocasiones en Naturaleza indómita, la hay: la completa destrucción del sistema tecnológico industrial por parte de aquellos que deseen realmente preservar lo salvaje. Lo que pasa es que la autora, a pesar de toda su palabrería acerca de las supuestas maravillas del pensamiento hipotético y los “experimentos mentales” (nótese la naturaleza inherentemente oximorónica de esta última expresión), esta posibilidad no quiere ni planteársela.
7. La defensa del dualismo humano-Naturaleza que hace McFarland es bastante chapucera y humanista. Como se ha dicho más arriba, no somos tan excepcionales en los aspectos que ella señala (consciencia y voluntad), ni estos aspectos tienen tanto peso e importancia en nuestro comportamiento (ni en el desarrollo de la sociedad a largo plazo y gran escala), como nos suele gustar creer y como ella afirma.
Defender la postura dualista es acertado, pues su contraria, el monismo (afirmar que el ser humano y sus obras forman parte de la Naturaleza), plantea una serie de contradicciones irresolubles con serias implicaciones prácticas, pero en realidad, en el tema que nos ocupa (el impacto humano en la Naturaleza), las diferencias entre el ser humano y el resto de especies son mucho más evidentes e importantes a un nivel material (tecnológico y ecológico): las perturbaciones que generamos en los ecosistemas gracias a nuestra tecnología y elevado número tienen notables diferencias en cuanto a grado e intensidad con las que pueden generar otras especies, incluidas las llamadas “especies ingenieras de ecosistemas” (elefantes, castores, etc.) y las altamente sociales (hormigas, termitas, etc.). Gracias al desarrollo de tecnologías cada vez más complejas los seres humanos hemos dejado de tener un nicho ecológico o función en los ecosistemas, ya no tenemos depredadores que controlen eficazmente nuestra población, pasamos la mayor parte del tiempo en entornos artificiales creados por nosotros mismos, modificamos a nuestro favor los límites al crecimiento demográfico (capacidad de carga) de nuestros entornos, etc. En definitiva, los seres humanos no formamos ya (y desde hace mucho) parte de la Naturaleza, es decir, no participamos en ella ateniéndonos sus normas y restricciones, sino que más bien nos comportamos como un ente externo que tiende a expandirse y la degradarla hasta donde puede (de forma muy parecida a como degrada los ecosistemas una especie exótica invasora). Estas son las verdaderas razones por las que siempre que los seres humanos permanecemos en un lugar durante mucho tiempo, dicho lugar acaba dejando de estar ecológicamente sano y bien conservado (es decir, salvaje).
8. Cuando la autora dice cosas como que la conservación no debe basarse en la idea de que se nos está acabando el tiempo (es decir, en querer ver resultados a corto plazo por medio de la intervención en los ecosistemas), que la Naturaleza salvaje tiene tiempo de sanar más allá del tiempo que tengamos nosotros en nuestras vidas o que “la Tierra puede recuperarse de las extinciones masivas en sólo 10 millones de años”, no parece darse cuenta de que de ese modo puede parecer que está dando argumentos a quienes defienden que la destrucción de la Naturaleza generada por el desarrollo de los sistemas sociales humanos no es en realidad algo tan malo. Es decir, que en cierto modo y quizá inconscientemente McFarland, como amante de la Naturaleza, está tirando piedras contra su propio tejado.
Por otro lado, la autora tiene razón al afirmar que querer acelerar artificialmente la recuperación de la Naturaleza es a menudo una actitud antropocéntrica (no queremos esperar a que se recupere sola porque nosotros queremos ver los resultados y disfrutar de ellos ya). Sin embargo, eso no significa que dichas intervenciones sean siempre “paternalistas” e incompatibles con la autonomía de la Naturaleza, especialmente muchas de aquellas que van orientadas a devolver los ecosistemas a su estado original salvaje previo a la perturbación por parte del ser humano (por ejemplo, retirar infraestructuras artificiales o reintroducir a nivel local especies artificialmente extirpadas) para luego dejarlos evolucionar de nuevo por sí mismos. La autora parece no ver que eliminar perturbaciones artificiales no es necesariamente contrario a la autonomía de la Naturaleza. Quizá no sea necesario para que ésta se acabe recuperando, pero de todos modos no siempre es malo para su autonomía. En resumen, sorprendentemente, en lo que se refiere al origen de las perturbaciones, la autora no parece diferenciar entre natural y artificial.
9. La autora parece creer que el asombro y la reverencia hacia la Naturaleza pueden surgir a veces sin que haya un conocimiento y experiencia directos de la misma. Sin embargo, nosotros creemos que dicho conocimiento y contacto directos son siempre necesarios (aunque no suficientes) para desarrollar esos sentimientos en aquellas personas que los sienten. De modo que resulta difícil de creer la afirmación de McFarland de que su devoción por la Naturaleza proviene meramente de sus lecturas sobre ciencia y otras fuentes de información indirectas. Bien podría ser que no esté teniendo en cuenta otros factores importantes que le hayan influido durante su vida (como haber vivido su infancia en una zona rural, sus experiencias de observación del cielo nocturno, su interés por la observación de aves, etc.). O, quizá, sea sencillamente que ella no valora tanto lo salvaje como dice y su postura que presuntamente se basa en valorar intrínsecamente la autonomía de la Naturaleza sea simplemente un juego filosófico, una actividad sustitutoria o una terapia. Esta última sospecha no sólo probablemente ronde la mente del lector en varias ocasiones durante la lectura de estos textos (especialmente del último “La evolución autónoma revisada”), sino que incluso en algunas ocasiones viene confirmada explícitamente por la propia autora.[8]
10. McFarland, a pesar de todo y como muchos otros presuntos autodenominados “ecocéntricos”, es en realidad una pseudoecocéntrica, una criptohumanista o humanista “light”. Este tipo de personas reconocen que los ecosistemas salvajes tienen valor intrínseco pero, a la hora de la verdad, no los valoran por encima de todo lo demás. Sí, lo salvaje es muy importante para ellos, hasta que los hechos y la lógica les llevan a chocar con el bienestar y la perpetuación del ser humano (o meramente de sí mismos). Entonces, reculan, inventan o abrazan fantasiosas teorías sobre la compatibilidad de ambos, pasan a defender ideas y valores antropocéntricos en la práctica, etc. El sufijo “-centrismo” indica “poner en el centro” o “tomar como centro”, o sea, anteponer, tomar como lo más importante, como la referencia fundamental. Y a ellos se les olvida este significado. Para ser “ecocéntrico” no basta con decir que los ecosistemas salvajes tienen valor intrínseco, sino que hay que asumir que ese valor intrínseco es el valor fundamental, supremo, lo más importante.
Así, por ejemplo, cuando McFarland afirma que antes que nada deberíamos satisfacer las necesidades básicas de todos los seres humanos o que no desea el final de la civilización o de la tecnología moderna porque ello impediría el desarrollo futuro de nuestra capacidad de aprender sobre el universo y su historia, o simplemente porque le dejaría sin las comodidades y servicios de los que ella disfruta, deja claro que para ella hay varias cosas más importantes que la Naturaleza salvaje. Para ella son claramente más importantes la satisfacción de las necesidades básicas humanas, el conocimiento científico y el placer que obtiene de él y de las comodidades y ventajas personales que ella disfruta en la sociedad tecnoindustrial y, en general, la perpetuación de la civilización (industrial). O sentirse “virtuosa”. O, meramente, filosofar y debatir.
11. Parece que McFarland “aterrizó” en el movimiento conservacionista estadounidense y se puso a comentar y criticar lo que veía sin realmente conocer a fondo la base teórica y la historia de ese entorno. Aunque realmente no siempre es necesario tener experiencia y un gran conocimiento de un tema o entorno para hacer críticas y aportaciones muy válidas y atinadas, y ella lo ha demostrado acertando aun así más que la mayoría de los conservacionistas y filósofos que llevan toda la vida en ese entorno, simplemente porque es inteligente e independiente (no la ciega ni acalla tanto el gregarismo -el “pensamiento de grupo” que ella comenta en el último de sus artículos-), esto no es recomendable, porque también puede llevar a cometer ciertos errores causados por la ignorancia.
Por ejemplo, McFarland parece pensar que su teoría del valor de la autonomía de la Naturaleza como fundamento moral es algo novedoso, cuando en realidad los conservacionistas radicales (especialmente en los países angloparlantes) llevan hablando de respetar la autonomía de la Naturaleza (es decir, el carácter salvaje de la Naturaleza) al menos unas cuantas décadas. Y no sólo ellos: en La sociedad industrial y su futuro (1995), Ted Kaczynski hablaba de la Naturaleza salvaje (es decir, autónoma) como ideal fundamental,[9] los filósofos de la ecología profunda mencionaban este concepto (aunque no fuese siempre con esas mismas palabras) y nosotros mismos, por citar otro ejemplo, en la página principal de nuestra página web (desde su inicio ya más de una década –estamos escribiendo esto en 2025-) dejamos claro que la autonomía de la Naturaleza es nuestro valor fundamental.[10] Otra cosa es que algunos de quienes llevan tiempo hablando del concepto de la “autonomía de la Naturaleza” lo hayan hecho de una forma tan chapucera (sin definir claramente a lo que se referían y mezclándolo con otras nociones completamente diferentes o incluso incompatibles con él) que han generado más confusión al respecto que si no hubiesen dicho nada, que de todo hay.
A este respecto, resulta especialmente patético el intento de la autora de usar el renombre que Foreman y Soulé tienen entre los conservacionistas estadounidenses para presentar sus propias ideas, tratando sin éxito de adaptar chapuceramente (como ella finalmente reconoce en su último texto) las ideas de aquéllos a las de ella (o viceversa) y de dar un grado de congruencia teórica a los discursos de Foreman y Soulé que nunca tuvieron. Foreman y Soulé confundían y mezclaban diversos conceptos como biodiversidad, Naturaleza salvaje, evolución, etc. sin siquiera ser conscientes de que no eran lo mismo y de las incompatibilidades y consecuencias prácticas que ello podría acarrear. Y esto es algo que, naturalmente, la autora no pudo arreglar. Por muchas piruetas y contorsiones lógicas que trató de hacer, al final se vio obligada a reconocer que los conservacionistas no suelen ser precisamente unas lumbreras a la hora de pensar y formular ideas profunda y rigurosamente (de hecho, dice literalmente que a menudo parecen tontos).
Por no hablar de la veneración acrítica que en un principio mostraba hacia estos autores, obviamente sin siquiera conocer real y completamente las ideas de éstos.[11]
12. A pesar de su elevada capacidad para usar la lógica y el pensamiento analítico, basado en diferenciar y definir claramente los conceptos y usar los términos con precisión, la autora parece confundir ciertas nociones importantes que no necesariamente son lo mismo ni guardan muchas veces relación entre sí, como:
- Medioambiente (entorno que rodea a los seres humanos) y Naturaleza (parte no artificial del medioambiente).
- Biocentrismo (considerar que la “vida” tiene un valor supremo) y ecocentrismo (considerar que los ecosistemas (¿salvajes?) tienen un valor supremo).
- Verdad material (correspondencia con la realidad objetiva) y verdad psicológica (sinceridad, decir lo que se piensa, siente o cree).
- No ser un medio (tener valor intrínseco y no instrumental) y ser un fin en sí mismo (un concepto moral que a menudo, cuando se aplica más allá de las acciones automotivadas –aquellas que se llevan a cabo con el mero propósito de llevarlas a cabo- y hace referencia a seres humanos, a animales o a la Naturaleza, no se sabe bien qué demonios significa realmente).
- Teleología (creer que los procesos naturales tienen una finalidad o propósito previamente designado por alguna mente) y determinismo (creer que todos los procesos vienen determinados por hechos y factores previos).[12]
- Selección natural (selección espontánea y autónoma por parte de un entorno natural) y selección darwinista (selección espontánea y autónoma por parte de un entorno, sea éste natural o no).
- Irreductible (aquello que no puede inferirse lógicamente a partir de hechos empíricos) y subjetivo (aquello que es meramente producto de la mente de un sujeto, sin correspondencia alguna con la realidad objetiva). Cuando algo no se puede inferir lógicamente a partir de hechos empíricos, no puede ni demostrarse ni refutarse empíricamente que sea objetivo ni que sea subjetivo.
Y estas confusiones, que en principio pueden parecer meramente teóricas e intrascendentes, pueden y suelen tener graves consecuencias en la práctica.
13. Del mismo modo, la autora cae en asumir, utilizar y defender ciertos conceptos más que discutibles, como:
- El concepto de “derecho”. Según la autora, los seres humanos y la Naturaleza tienen “derechos”, cuando en realidad el concepto de “derecho” es una mera entelequia y los “derechos” no existen fuera de la mente de quienes creen en ellos.
Es más, hablar de “derechos” a menudo desvía la atención desde la realidad material y práctica, es decir, desde reconocer los determinantes y límites físicos existentes a la hora de actuar o ser algo, hacia la mera discusión de si supuestamente “se tiene ‘derecho’ a hacer/ser” ese algo.
- El concepto de “bien” o “bondad” (absolutos). A pesar de lo que la autora afirme, no es para nada obvio que lo salvaje (o cualquier otra cosa) sea bueno. Lo salvaje “sólo” es moralmente neutro e intrínsecamente valioso (que no es lo mismo que ser bueno). El concepto de bien es un engaño que ha servido para encubrir, justificar e imponer los peores males (es decir, la destrucción y sometimiento de lo que es intrínsecamente valioso) a lo largo de la historia, disfrazándolos de “mejoras” (supuestos incrementos en la cantidad de bien). La noción de “progreso” se basa en dicho concepto moral inexistente. Cuando la autora habla de que la evolución autónoma o la Naturaleza salvaje son buenas, o de que el ser humano puede a veces beneficiar a los ecosistemas, está dando pie a que el mal (la destrucción y sometimiento de la Naturaleza) se cuele por la puerta de atrás bajo la apariencia de “mejora” de los mismos (o incluso del deber moral de “mejorarlos”).
14. Cuando la autora afirma que considerar que la defensa del valor intrínseco de la autonomía de la Naturaleza (lo que ella llama “ecocentrismo”) es “verdad” (en el sentido de que se corresponde con la realidad objetiva) está cometiendo un error impropio de una filósofa analítica como ella: nunca tiene sentido hablar de la veracidad o falsedad de una proposición moral dado que los juicios de valor (en los cuales se basa toda proposición moral) no pueden inferirse lógica y exclusivamente a partir de los hechos empíricos. Sólo las proposiciones descriptivas (las que se limitan a describir algo, sin hacer juicios de valor acerca de ello) pueden ser consideradas como verdaderas o falsas, ya que su veracidad puede ser comprobada o refutada empíricamente.
15. Cuando la autora dice que el impacto ecológico no lumínico del lanzamiento de los satélites es prácticamente inapreciable está demostrando una miopía que, en principio, resulta sorprendente en alguien que, como la autora, dice valorar la Naturaleza, preocuparse por su destrucción y sometimiento e interesarse por entender los procesos ecológicos de forma “holista”. El impacto ecológico no lumínico causado por los satélites no se reduce meramente a “el material utilizado para fabricar los satélites, el combustible utilizado para lanzarlos y, tal vez [¿?], la urbanización de tierras para crear un lugar de lanzamiento”, sino que a él debería sumarse el impacto causado por la existencia y el funcionamiento del conjunto del sistema tecnoindustrial que es necesario para poder fabricar y enviar al espacio dichos satélites desde sus lugares de lanzamiento. Lo que hace falta extraer, transportar, transformar, fabricar, quemar, contaminar, arrasar, etc. para llevar a cabo esas tres cosas es muchísimo más que la mera cantidad de materiales utilizados en los satélites, la mera cantidad de combustible quemado al lanzarlos o la mera superficie de tierras usadas para construir las bases de lanzamiento (que, de todos modos y a pesar de lo que insinúa la autora, ya bastante son de por sí).
16. Cuando la autora afirma que la ganadería es una novedad antrópica haría bien en informarse mejor acerca de ciertos tipos de relaciones entre ciertas especies de hormigas y otras especies de insectos (pulgones, cochinillas o las orugas de algunas especies de mariposas) que les sirven como “ganado” o algo muy parecido. Esto no justifica la ganadería llevada a cabo por los seres humanos, por supuesto. Ni quita para que el resto de la descripción que hace la autora de la ganadería que llevan a cabo los seres humanos, como una de las principales causas de la destrucción y sometimiento de la Naturaleza salvaje en la Tierra, sea acertada. No somos hormigas y nuestro impacto ecológico (y el de nuestro ganado) no es en absoluto comparable al de ellas (y su “ganado”). Hay muchas diferencias muy importantes.
17. Cuando la autora afirma que no está mal (o incluso que está bien) que tratemos de tomar las riendas de nuestro destino evolutivo y defiende el uso de vacunas, tratamientos médicos modernos, etc. (y da miedo pensar en qué puede llegar a consistir este etcétera), diciendo que son acciones relativas a la especie que nos perjudican o benefician sólo a nosotros, demuestra de nuevo una severa miopía (en este caso producida o reforzada seguramente por la presión políticamente correcta por parte de su entorno social y sus propias ideas humanistas y progresistas en lo político-social).
Primero, porque lo de tomar las riendas de nuestro destino evolutivo es otro ejemplo de la arrogancia humanista que pretende que somos capaces de comprender, planificar y controlar racionalmente procesos complejos (como, por ejemplo, nuestra propia evolución futura) que son en gran medida intrínsecamente impredecibles y, además, no dependen en realidad de nuestra voluntad sino de factores objetivos ajenos a ella. Aquí la autora está cayendo básicamente en el mismo error que echa en cara a quienes quieren controlar la evolución de otras especies o de los ecosistemas.
Y segundo, porque lo de que actuaciones como la medicina moderna (u otras intervenciones aún peores para la autonomía de la selección natural en la especie humana) nos afectan sólo a nosotros es rotundamente falso. El mero hecho de que dichas intervenciones reduzcan la tasa de mortalidad humana tiene en sí mismo un efecto enorme en la demografía y, con ello, en el impacto de nuestra especie en los ecosistemas naturales. Eso sin tener en cuenta el impacto ecológico directo y, sobre todo, indirecto del subsistema médico moderno (básicamente hace falta todo un sistema tecnoindustrial para que dicho subsistema exista y funcione). No se puede estar en contra de la superpoblación y a la vez defender seriamente este tipo de cosas como si fuesen algo completamente independiente de ella y sin ningún tipo de impacto ecológico.
18. Los argumentos de Mcfarland en contra de la herbivorización de los carnívoros y atrocidades semejantes que están siendo planteadas en nombre de la “compasión”, la “igualdad” y la “justicia” por algunos majaderos animalistas son a veces bastante pobres y deficientes. Así, por ejemplo, la autora asegura que “Todos estamos de acuerdo en que las sociedades humanas no deberían estar sujetas a procesos evolutivos incontrolados, porque aceptamos que dejar que la selección natural siga su curso provocaría mucho sufrimiento humano que, dadas nuestras tecnologías actuales, es evitable. […Esto] nos plantea un trilema [a los defensores del “ecocentrismo”]: rechazar la civilización, aceptar la legitimidad de obstruir la selección natural en aras del bienestar de otros animales sintientes o aceptar el excepcionalismo humano” (en “La ‘evolución autónoma’ revisada”). En realidad la autora aquí asume tácitamente los mismos valores fundamentales del enemigo y argumenta en base a ellos. Así, en ningún momento niega la autora que la justicia, la igualdad, la compasión o la sacralidad de la vida individual en que esos dementes ecológicamente analfabetos supuestamente basan sus propuestas deban ser valores prioritarios a la hora de determinar la relación entre los seres humanos y la Naturaleza. Y así, McFarland en el fondo, cuando trata de argumentar en contra de las abominaciones a que puede conducir la llamada “conservación compasiva” (como por ejemplo las delirantes propuestas para acabar con la depredación y “herbivorizar” o exterminar a los carnívoros ) está también ella misma tomando tácitamente, como valores y fines fundamentales a partir de los cuales razonar, la justicia y la igualdad, la compasión y la evitación del sufrimiento y de la muerte a toda costa, no el respeto a la autonomía de la Naturaleza. Se limita de hecho a asumir implícitamente que el trato diferente dado a los seres humanos y a los animales salvajes en lo referente a evitarles el dolor o la muerte es injusto y desigual (y que, por tanto, eso es malo). Y trata de escurrir el bulto de mala manera diciendo que los seres humanos somos ciertamente excepcionales, en lugar de enfrentarse realmente a la locura buenista de estos compasivos negándoles la mayor: que la justicia y la igualdad sean siempre deseables y que el dolor y la muerte sean siempre algo tan malo (en la Naturaleza o fuera de ella). Así como evitando decir claramente que preservar la autonomía de lo no artificial es no sólo más importante que evitar las injusticias, las desigualdades, el dolor o la muerte (en la Naturaleza o fuera de ella), sino también incompatible con ello. Y, claro, le queda una chapuza de argumento que ni a ella misma la convence.[13] Esto bien podría ser otra señal de que la autora en realidad no es tan “ecocéntrica” como dice y cree y que en realidad antepone varias cosas al valor intrínseco de la autonomía de lo salvaje.
Y, por supuesto, no está claro qué tiene de malo decir que “sólo j*deríamos más las cosas si intentásemos intervenir” en contra de la depredación u otros aspectos de la Naturaleza que causan muerte y sufrimiento. Según la autora este tipo de argumento de corte práctico y materialista “no hace más que delatar una asombrosa ignorancia acerca de cómo funcionan el razonamiento hipotético y los experimentos mentales” (“La ‘evolución autónoma’ revisada”). La pregunta es: ¿Y qué? ¿Acaso no es verdad? ¿Acaso no es importante y suficiente por sí mismo como refutación de esa chaladura el hecho de que, en caso de intentar intervenir, con toda seguridad saldría el tiro por la culata y se causaría siempre un mal (sea en forma de daños ecológicos, de falta de autonomía, o incluso de cantidad de dolor y muerte) mayor que el que se pretende evitar? ¿Por qué quedarse solamente en desarrollar razonamientos especulativos para refutar algo cuando la realidad y los hechos son también suficientes para echarlo por tierra?
Porque al contrario de lo que parece insinuar la autora, [14] no hay sólo dos opciones: o bien ser un alucinado que se pierde en fantasear hipotéticamente haciendo “experimentos mentales” sin ningún valor práctico o incluso en abierta contradicción con las leyes físicas y los límites materiales impuestos por la realidad, o bien ser un borrico pragmático y miope que es incapaz de pensar en abstracto sin caer en contradicciones estrepitosas o de imaginar escenarios hipotéticos que no estén directamente relacionados con la acción, o que incluso desprecia todo tipo de reflexión o teorización que no verse directamente acerca de cómo actuar. Entre ambos extremos hay todo un gradiente de posibilidades y quienes tienen (y constituyen) un problema son quienes no lo reconocen por estar atrapados en uno de ambos polos, como la autora. De hecho, de nuevo, con este tipo de posturas, lo que hace es sembrar serias dudas acerca de la importancia que ella realmente le da a la Naturaleza salvaje. Parece que le importa más que la dejen divertirse haciendo “experimentos mentales” (aunque sean para argumentar a favor de algo que en principio decía que la parecía una abominación)[15] o que la escuchen y la presten atención y reconocimiento cuando teoriza (aunque quienes lo hagan sean el enemigo) que realmente intentar pensar en cómo lograr preservar lo que queda de salvaje en la Tierra.
Además, decir a modo de razón a favor de algo que “todo el mundo está de acuerdo” con ese algo es una falacia lógica de manual: que todo el mundo (o la mayoría) defienda algo, no hace que ese algo sea cierto o correcto (es la falacia ad populum; o en castellano liso y llano, el borreguismo de toda la vida). Y, encima, en este caso, ni siquiera es cierto que todo el mundo lo defienda. Algunos no vemos que evitar el sufrimiento y la muerte en las sociedades humanas mediante los avances tecnológicos sea algo tan justificable, deseable y necesario siempre; ni siquiera que dichos avances eviten realmente más sufrimiento, muertes y problemas de los que causan a largo plazo y gran escala de forma indirecta.
Y para rematarlo, la forma chapucera de razonar de McFarland acerca de este y algunos otros temas demuestra que la autora es demasiado políticamente correcta y que a veces retrocede cobardemente cuando las últimas conclusiones lógicas de sus propios razonamientos le llevan demasiado lejos para los remilgos de su entorno social e intelectual. Así, en este caso, la opción de rechazar la civilización sería no sólo perfectamente lógica, sino la única sensata desde una perspectiva que anteponga la autonomía de la Naturaleza a todo lo demás, pero McFarland prefiere mencionarla sólo de refilón y automáticamente desecharla sin siquiera argumentar por qué (más allá de decir que le gusta leer sobre ciencia, el café, los videos musicales de marionetas o Internet).
Por cierto, en relación con todo esto, McFarland no parece ser consciente de que de la memez de corte kantiano de que los seres humanos y los animales deben ser sólo fines en sí mismos (sea lo que sea que signifique esto, si es que significa algo) y nunca medios para los fines de otros, defendida por ella en otras partes, se deduciría que, entonces, la caza o la depredación serían malas, ya que suponen siempre usar a otros animales como medios para alcanzar fines propios. Y así la autora, con sus prejuicios y su contaminación ideológica humanistas, acaba disparando en el propio pie de la preservación de la Naturaleza salvaje y dando la razón a sus rivales sin siquiera darse cuenta.
19. También puede ayudar a entender más en profundidad algunos de los errores y limitaciones de McFarland saber que la autora se escora ideológicamente bastante hacia la izquierda en lo referente a lo social. Algunas de sus deficiencias a la hora de pensar (corrección política, sumarse al carro del ensalzamiento de la “empatía”, asumir conceptos falaces e inexistentes como los “derechos”, creer de que la sociedad está ahí para satisfacer las necesidades de sus miembros, mezclar lo privado y lo público, etc.) probablemente tengan mucho que ver con sus tendencias ideológicas político-sociales.
La autora, por ejemplo, es activista en contra del trabajo y a favor de la renta básica universal, corrientes sociales que, por lo general, suelen ser bastante progres.[16]
Otro ejemplo sería el uso de los términos “imperialismo” y “colonialismo” para denominar a la defensa de la expansión de la tecnosfera y del dominio humano. Ambos son términos histórica y políticamente cargados, como “capitalismo”. Son términos típicos de los marxistas que casi sólo ellos utilizan. Aquí, la autora, para ser filósofa del lenguaje, ha estado bastante torpe. Probablemente porque, aunque no parece que ella misma sea marxista (sino más bien liberal[17]), sí que es demasiado izquierdosa.
Y otro ejemplo más concreto: McFarland, a pesar de su aparente idolatría hacia Dave Foreman, parece desconocer que su héroe conservacionista se declaró abiertamente republicano[18] y conservador durante gran parte de su vida, ya que cuando se entera de que Foreman colaboró en la campaña a favor del candidato republicano Barry Goldwater en la década de los 60, McFarland se sorprende y trata torpemente de “justificar” lo que ella claramente considera un desliz de su admirado icono (delatando así su propio carácter izquierdista).
Y cuando la autora insinúa que garantizar la satisfacción de las necesidades básicas humanas[19] es un deber de la sociedad, no sólo se delata como izquierdista y políticamente correcta, sino que incurre en una enorme contradicción con el valor que dice reconocerle a la autonomía de la Naturaleza, a saber: ¿por qué es tan importante satisfacer las necesidades básicas de todo el mundo? ¿Para qué? ¿Para aumentar aún más la superpoblación y el consiguiente daño a la Naturaleza salvaje mediante una aún mayor reducción de la tasa de mortalidad?
20. Por último, lamentablemente los artículos están salpicados de comentarios sobre la vida personal de McFarland (que generalmente no aportan nada útil a la argumentación de los textos) e incluso de diversos “chistes”, “chascarrillos” y referencias o enlaces a elementos que no vienen en absoluto a cuento e incluso restan seriedad a lo dicho por la autora.
En fin, es lo que hay. Aún así, a pesar de todos estos defectos (y algunos más que no comentamos para no alargar más esta presentación), creemos que, en el grueso de los escritos de esta autora, su lucidez intelectual y su capacidad de razonamiento lógico están bastante por encima de lo que suele ser habitual entre los defensores de la Naturaleza y que la lectura de todos estos textos merece la pena y da mucho que pensar, tanto acerca de la noción de la autonomía de la Naturaleza y su defensa, como acerca de otras muchas cosas.
[1] Por ejemplo en “Sobre el rewilding” dice “Soy demasiado realista para poder albergar cualquier esperanza genuina mientras el Homo sapiens persista, tanto para la Naturaleza salvaje como para las bestias con voluntad propia; ni siquiera tengo esperanzas para aquellos seres humanos que anhelan vivir como agentes autónomos, libres de las asfixiantes restricciones artificiales de nuestro mundo superdesarrollado”. O en “Pero... ¿existe el deber moral de comer carne?” dice: [S]oy una completa nihilista que cree que la única esperanza real para la naturaleza salvaje (si es que la hay) es el inminente colapso de la civilización, porque que los seres humanos vayan a ejercer voluntariamente la moderación en la medida necesaria no se lo cree ni Dios”.
A pesar de todo, lo más habitual es que también McFarland se resista en sus textos a aceptar y expresar abiertamente conclusiones extremas como éstas. En realidad, suele más bien preferir deshonestamente hacer referencia, a modo de solución y como si fuese una posibilidad real, a la inverosímil práctica voluntaria de la moderación y el autocontrol por parte del grueso de la humanidad –una humanidad que, según la autora, es o podría ser completamente racional y consciente (véase más abajo).
[2] De hecho, los grandes barcos modernos (y otras muchas máquinas) funcionan ya con sistemas de gestión de su funcionamiento, posicionamiento y desplazamiento que precisan del uso de satélites e/o Internet.
[3] A través de todas las imposiciones y dependencias subsiguientes que probablemente vengan en un futuro a consecuencia de la imposición global de Internet. No hay que olvidar, por ejemplo, que Elon Musk, el jefe de Starlink es también el jefe de Neuralink, el intento de conectar el cerebro directamente a ordenadores y, por tanto, a Internet. En consecuencia, no estamos hablando sólo de tratar de ofrecer conexión a Internet en los ordenadores de cualquier parte del planeta, sino de tratar de conseguir que los cerebros de los seres humanos de todo el planeta estén conectados directa y físicamente a Internet (o lo que viene a ser lo mismo, al sistema tecnoindustrial).
[4] Porque otro de los defectos de la autora es que a menudo es difícil discernir cuándo propone, en sentido figurado e hipotético, cosas que en realidad ella misma no cree que sean posibles y cuándo se refiere a cosas que ciertamente cree que podrían ser llevadas a cabo.
[5] Aunque otras veces parece que ni ella misma se cree lo que insinúa: “Y si no podemos [conceder el lujo del acceso a Internet a todos los seres humanos, sin dañar los ecosistemas salvajes o a las criaturas salvajes], entonces deberíamos replantearnos nuestra adicción a la tecnología” (en “Recopilación de reflexiones sobre las megaconstelaciones de satélites y mi aversión hacia ellas”).
[6] Véase la nota 1 de esta presentación.
[7] Por ejemplo: “[L]o realista es, de hecho, que la ya espeluznante superpoblación humana va a seguir existiendo y empeorando” (en “Abordando el tema de la superpoblación”).
[8] En alguno de los textos dice abiertamente que ella piensa y escribe sobre estos asuntos meramente “como terapia”, “como hobby” o porque le resulta “divertido” hacerlo.
Por ejemplo: “Escribo como terapia personal -para dar forma y estructurar mis propios miedos y desasosiegos y poder enfrentarme a ellos-, no para un público, no para que me lean, no para tener un impacto, no para cambiar el mundo, no para cambiar los cielos” (en “Recopilación de reflexiones sobre las megaconstelaciones de satélites y mi aversión hacia ellas”). La pregunta que se le podría hacer entonces es: “¿Y para qué lo haces públicamente?”. Para eso a la autora le valdría con escribir un diario y guardarlo en la mesilla de noche. Si lo hace público es que quiere que otros lo lean. Así que, para acabar de rematarla, (se) miente cuando dice que es sólo por terapia y no para un público. Otra cosa es por qué quiere hacerlo público (¿por terapia también –satisfacer necesidades psicológicas personales- o porque cree que realmente podría servir a alguien o algo más allá de sí misma? Y en este último caso, ¿para qué?).
Todo esto, no sólo sugiere que la autora no valora la Naturaleza salvaje tanto como dice y que se toma su defensa como un mero juego, sino que además denota una profunda falta de honestidad (empezando para consigo misma) en lo referente a sus motivos reales para hacer y decir lo que hace y dice.
[9] Kaczynski, Theodore John, “Industrial Society and Its Future” en Technological Slavery, volumen uno (edición mejorada), Fitch & Madison, 2022, págs. 27-111 [Existe edición en castellano: La sociedad industrial y su futuro, Isumatag, 2011].
[10] Véase, por ejemplo, “Valores e ideas básicos en que se inspira esta página” en Naturaleza Indómita: http://www.naturalezaindomita.com/.
[11] Por ejemplo, en ningún momento McFarland parece ser consciente de que sus adorados paladines del concepto original del rewilding, Foreman y Soulé, defendían (o al menos toleraban) también el “rewilding” pleistocénico (Véase, por ejemplo, en Naturaleza Indómita “Algunas preguntas a Dave Foreman”: https://www.naturalezaindomita.com/textos/naturaleza-salvaje-y-teora-ecocntrica/algunas-preguntas-a-dave-foreman). De hecho, cuando la autora critica el texto de Donlan “Pleistocene Rewilding: An Optimistic Agenda for Twenty-First Century Conservation” sobre este tema, no parece siquiera percatarse de que Foreman y Soulé fueron coautores del mismo.
[12] Esta confusión es uno de los muchos errores que Foreman comete en su texto “Wild things for their own sake” -citado como referencia por la autora- y que la autora parece asumir sin percatarse siquiera de ellos.
[13] “En ‘Evolution is Good’, [presenté la objeción de que no intervenir para evitar el sufrimiento y la muerte en la Naturaleza sería una injusticia basada en un trato desigual debido al excepcionalismo humano,] como la objeción más fuerte a mi tesis y no di una respuesta adecuada. […] Ahora creo que el camino más prometedor es hacer de tripas corazón y tratar a los seres humanos como excepcionales en algunos contextos. […] Hasta ahora no he visto ningún contraargumento realmente incisivo [en contra de herbivorizar a los carnívoros] por parte de los defensores del rewilding, y eso es francamente embarazoso” (en “La ‘evolución autónoma’ revisada”). Nótese que simplemente se contenta con esta respuesta y espera que sea suficiente, porque no ha sido capaz de encontrar una respuesta que ella misma considere realmente sólida y adecuada.
[14] “Estoy segura de que tengo más en común con los transhumanistas que con los conservacionistas que intentan afirmar que necesitamos áreas salvajes porque proporcionan servicios ecosistémicos que permiten a una población humana cada vez mayor malgastar acríticamente su edad adulta en estúpidos trabajos de 8 horas diarias. Prefiero intercambiar ideas con alguien que fantasea con cargar su mente en un ordenador, o lo que sea, que con alguien que golpea la mesa y exige que nos centremos en lo que es práctica y políticamente factible. Mis mayores adversarios no son los antropocentristas, sino los antiintelectuales, los antisoñadores, los realistas con los pies en el suelo y todas esas personas que parecen alérgicas al razonamiento hipotético y contrafactual” (en “La ‘evolución autónoma’ revisada”).
[15] “Si tuviese que escribir más sobre esta objeción, mi táctica consistiría casi con toda seguridad en hacer de abogado del diablo y tratar de presentar el argumento más sólido a favor de ‘herbivorizar’ a los carnívoros; y luego dejarlo ahí para que otros defensores de la naturaleza salvaje lo rebatan. […] Pero tengo cosas mejores que hacer hoy en día que trolear a los rewilders” (en “La ‘evolución autónoma’ revisada”).
[16] Estas corrientes se basan en una noción progresista de la utopía derivada de la Ilustración: el mundo ideal sería uno en el que no hubiese que trabajar porque la sociedad ideal, gracias al desarrollo social y tecnológico, cuidaría de nuestras necesidades básicas y las máquinas trabajarían por nosotros. De modo que, en tal mundo ideal, nos podríamos dedicar a tareas más “elevadas” como el arte, la ciencia, la filosofía, el deporte o tocarnos las bolas al sol. Es decir, el mundo al revés: para quienes asumen esta utopía y el mito del progreso en que se basa (que, de un modo u otro, son muchos en la sociedad actual), las actividades sustitutorias e inútiles son lo importante y “elevado”, y aquello que realmente es importante (las actividades prácticas dirigidas a la satisfacción de las necesidades básicas) es indigno e inferior y debe ser evitado. A poco que uno sepa lo que es el proceso de poder y las actividades sustitutorias (“Industrial Society and Its Future”, párrafos 33-44), se puede uno imaginar cómo estaría de la “azotea” la gente en ese mundo ideal. Y, por consiguiente, se puede uno imaginar cómo están del asunto craneal los que ahora lo proponen… Muchos de los problemas de actitud que deja entrever la autora en sus textos (falta de seriedad, derrotismo, inmadurez, etc.) seguramente tengan mucho que ver precisamente con esto. Está tratando de experimentar el proceso de poder con actividades sustitutorias y evitando experimentarlo con actividades realmente importantes, y ni siquiera es consciente de que lo que plantea y hace son actividades sustitutorias y que ni son ni pueden ser plena y realmente satisfactorias.
[17] En el sentido de seguidora del liberalismo.
[18] En el sentido estadounidense del término, es decir, miembro del partido republicano de EE.UU. (el principal partido de “derechas” en ese país). N. del t.
[19] “Lo que para mí tendría más sentido es que una sociedad garantizase el derecho a las necesidades básicas de cada uno” o “Sigamos satisfaciendo las necesidades humanas básicas” (en “Recopilación de reflexiones sobre las megaconstelaciones de satélites y mi aversión hacia ellas”).