Recopilación de reflexiones sobre las megaconstelaciones de satélites
Por Kate McFarland
“El nuevo mundo está en línea y le encanta, lo virtual supera felizmente a lo real. La oscuridad se apaga y la noche se hace más clara y nadie está allí para verlo”. - Paul Kingsnorth
“¿Acaso la gente moderna tiene miedo de la noche? ¿Temen esa vasta serenidad, el misterio del espacio infinito, la austeridad de las estrellas? Habiéndose acomodado en una civilización obsesionada por la electricidad, que explica todo su mundo en términos de energía, ¿acaso temen a la noche debido a su anodina aquiescencia y a su patrón de creencias? Sea cual sea la respuesta, la civilización actual está llena de personas que no tienen la menor noción del carácter o de la poesía de la noche, que ni siquiera han visto nunca la noche. Sin embargo, vivir así, conocer sólo la noche artificial, es tan absurdo y malo como conocer sólo el día artificial”. - Henry Beston
0. Introducción: Crisis en los cielos
Estoy escribiendo este artículo -basado en gran parte en notas privadas tomadas en 2020- en el verano de 2022, desde una casa de veraneo en el sur rural de Suecia. Escribo esta frase después de haber estado mirando las estrellas desde mi terraza. La noche es oscura, el cielo es profundo, la Vía Láctea es claramente visible. Los árboles se elevan ahora como un espacio negativo, el contorno irregular del firmamento. Me alegro de que el paisaje nocturno estrellado siga siendo capaz de encantarme. Al mismo tiempo, sin embargo, la adaptación a la oscuridad parece que lo único que hace es ajustar mis ojos para que detecten la constante presencia de satélites.
En los últimos dos años no he pensado mucho en las megaconstelaciones de satélites, sobre todo porque he pasado este tiempo evitando deliberadamente cualquier noticia al respecto; nunca me pareció que los picos de tensión arterial que me provocarían mereciesen la pena. Sin duda los satélites que veo son numerosos, pero ¿cuántos de ellos, si es que hay alguno, se deben a Starlink, OneWeb, Amazon y otras empresas de esta nueva industria de las megaconstelaciones? ¿Cuántos satélites más hay ahora que cuando me fijé por primera vez en el cielo nocturno, y con qué rapidez está empeorando el problema? Intento no pensar en ello.
En un artículo de octubre de 2021 para Space.com, el astrofísico Paul Sutter ofrecía algunas cifras obtenidas por quienes sí piensan en ello: “Actualmente hay más de 3.300 satélites artificiales activos en órbita alrededor de la Tierra, según la Unión de Científicos Preocupados, un grupo de defensores de la ciencia. Mientras tanto, señalan los científicos responsables de la nueva investigación, la generación 1 del Starlink de SpaceX constará, por sí sola, de 11.926 satélites, y la generación 2 tendrá otros 30.000. OneWeb, Kuiper de Amazon y SatNet de China juntos desplegarán más de 20.000 satélites”.
La primera vez que oí hablar de Starlink fue a finales de 2019, consternada por la noticia de que el lanzamiento de 60 satélites “fotobombardeó” la lluvia de meteoritos Alfa Monocerótida, que se estaba registrando desde la isla de La Palma -un perenne punto caliente de astrofotografía y cuna de la Declaración en defensa del cielo nocturno y el derecho a la luz de las estrellas (2007), que declaró que “Un cielo nocturno no contaminado que permita el disfrute y la contemplación del firmamento debe considerarse un derecho inalienable equivalente a todos los demás derechos medioambientales, sociales y culturales”.
En febrero de 2020, la COVID-19 seguía siendo algo que ocurría “ahí fuera”, y Starlink seguía estando en mi feed de Facebook y en el primer plano de mi mente. En un conmovedor artículo para Scientific American, el astrónomo Ronald Drimmel advertía: “Una vez que esta constelación de satélites esté totalmente desplegada, desde cualquier punto del planeta se verán más de 100 puntos de luz en movimiento en el cielo nocturno un par de horas antes de la salida y después de la puesta del sol. Habrá más puntos de éstos que el número de las estrellas más brillantes que podemos ver, las mismas que se utilizaban para delinear las antiguas constelaciones”.
En marzo de 2020, la COVID-19 y sus bloqueos asociados se extendieron a Estados Unidos, y continuaron los lanzamientos de Starlink (¡Ojalá hubiésemos podido enviar a Elon Musk y sus secuaces a aislarse socialmente en su preciado Marte!), y entre ambas cosas la amenaza inminente de las megaconstelaciones se convirtió para mí en la fuente de una ansiedad y un pavor que a veces resultaban casi abrumadores, mucho más que la propia pandemia. Yo estaba atrapada en una ciudad por entonces y me invadió el temor de no volver a ver el cielo nocturno tal y como lo habían creado 13.800 millones de años de evolución astronómica. Había un escenario distópico que se repetía en mi mente: un día se levantaría el confinamiento y veríamos que estamos siendo sobrevolados en todas partes por los brillantes trastos de los tecnócratas. El mundo volvería a abrirse a los viajes pero, aun viajando tan lejos como pudiésemos, lo único que encontraríamos sería una visión más clara de miles de satélites disparados al cielo por una especie de 300.000 años de edad, todo ello en unos pocos años, todo ello en un puñado de actos de arrogancia, codicia e incapacidad para imaginar que algo podría importar más que el bienestar y las comodidades materiales más recientes de nuestra joven especie. Y desde el rincón más remoto de la Tierra, yo caería de rodillas y pondría el grito en el cielo; levantaría el puño hacia el firmamento y lanzaría maldiciones contra Elon Musk y sus cofrades. Y me hundiría en la agonía de una derrota irreversible.
Si los confinamientos hubiesen durado tanto como la propia COVID-19, puede que mi temor existencial no estuviese fuera de lugar. En noviembre de 2021, la astrónoma Aparna Venkatesan habló en la Conferencia “Under One Sky” de la Asociación Internacional para un Cielo Oscuro, donde advirtió de que todos nos arriesgamos a perder el cielo nocturno a manos de las megaconstelaciones de satélites en dos o tres años. En el momento de escribir estas líneas, puede que sólo nos quede un año -si acaso- si su profecía es cierta.
Pero, ¿qué tiene de malo la pérdida del cielo nocturno a causa de brillantes flotas de satélites? ¿De dónde surge esa angustia y ese temor tan agobiantes? Algo curioso de mi repulsión hacia las megaconstelaciones de satélites es que, a primera vista, los seres humanos somos la única especie claramente perjudicada. Si el principal problema es la pérdida de la capacidad de experimentar el asombro, la maravilla y el encanto, parece que nos enfrentamos a un problema exclusivamente humano. Y a mí los problemas exclusivamente humanos no suelen provocarme este tipo o grado de indignación.
Subjetivamente hablando, tengo la sensación de que mi aversión a esta profanación de los cielos está cortada por el mismo patrón que mi aversión a la destrucción de la Naturaleza salvaje aquí en la Tierra; me golpea las entrañas con una fuerza y una sensación similares. Teóricamente, sin embargo, ambas preocupaciones parecen ser muy diferentes. Si no tenemos en cuenta el material utilizado para fabricar los satélites, el combustible utilizado para lanzarlos y, tal vez, la urbanización de tierras para crear un lugar de lanzamiento, los daños causados por estos proyectos no parecen tener mucho peso en las mayores crisis ecológicas de nuestro planeta: la destrucción de hábitats, la disminución de la población de animales salvajes, la pérdida de biodiversidad, etcétera. La devastación de los cielos no es obviamente un impedimento para la continuación de los procesos evolutivos, ni para la integridad ecológica, ni para el bienestar de los seres no humanos. Podría muy bien llegar a serlo (cf. §2.3, §4.2), pero no es obvio que lo vaya a ser, y mi indignación no depende de las contingencias relacionadas con el impacto de los satélites en los procesos biológicos o ecológicos.
Sí sospecho que hay causas profundas en las crisis del Cielo y de la Tierra. El desencantamiento de la humanidad. La veneración de lo supuestamente práctico. La falta de admiración -y, por tanto, de reverencia- ante la Naturaleza tal y como es en sí misma. Todo se reduce, en cierto modo, a mi afirmación de lo inútil (que en su día fue el tema de un efímero blog mío). No debería sorprenderme, por tanto, que no me sirvan de nada los argumentos contra las megaconstelaciones de satélites basados en la premisa de que una visión clara del cielo nocturno es necesaria para realizar observaciones astronómicas útiles. Cuando quienes se oponen a dichas megaconstelaciones sienten la necesidad de citar sus propias preocupaciones prácticas, corren el riesgo de caer en la misma presuposición que constituye el problema fundamental: que el sentido práctico debe prevalecer sobre el asombro y la admiración. (Siento un especial desdén por el argumento de que las megaconstelaciones pueden obstaculizar la capacidad de los astrónomos para predecir impactos de meteoritos que podrían poner en peligro la vida humana; a veces los meteoritos impactan contra la Tierra y aniquilan a las especies dominantes; así que les digo: asúmanlo y supérenlo, del mismo modo que la gente me dice a mí que me olvide ya de los dinosaurios no avianos).
En el resto de este post (¿ensayo? ¿Relato?), cuento una historia personal para contextualizar mejor por qué el cielo nocturno es importante para mí (§1) y reflexiono sobre la trágica ironía de que tal experiencia del cielo nocturno puro -una experiencia de una maravilla natural que debería estar entre las más accesibles- ya no se pueda alcanzar en ningún lugar de la Tierra (§2). A continuación, intentaré analizar y precisar qué es lo que está (moralmente) mal en el despliegue de Starlink y otras megaconstelaciones de satélites: crea un planeta humanizado en el que es literalmente imposible ver más allá de las obras de nuestra propia especie (§3); es una forma particularmente audaz y burda de imperialismo cultural, al decidir por todos que el cielo nocturno natural es menos importante que cierta comodidad sólo para algunos miembros de la especie Homo sapiens (§4); los valores que permiten a los tecnólogos lanzar dichas megaconstelaciones son sencillamente malos valores y es malo defenderlos (§5). Por último, rechazo la absurda idea de que la “necesidad” de un acceso global a Internet sirva de excusa para arruinar el cielo con megaconstelaciones de satélites (§6).
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